Tribuna

Mi madre está muy cabreada

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De todas las noticias y de todas las imágenes de la huelga contra la Ley Orgánica para la Mejora de la Calidad de la Enseñanza del pasado jueves, me quedo sólo con una. Desecho todas las de mareas verdes porque nadie sabe sin son mil, dos mil, cien mil o un millón los manifestantes, ni parece que haya intención de que se sepa. Desecho todas las estadísticas que lo mismo hablan de un veinte que de un ochenta y seis por ciento de seguimiento de la huelga según el ojímetro de turno. Desecho todas las de políticos políticamente incorrectos -las declaraciones de la amiga de Wert sobre el maestro que cobra un sueldo y el padre que no lo cobra son, como mínimo, de psicoanálisis- y desecho todas las de maestros que no terminan de entender si hacen huelga por la ley o por la trampa. Desecho, en fin, todas las del alumnado que se bajó voluntariamente del tren de las clases para subirse corriendo al tren de Bahía Sur en busca de un autógrafo de la coach -que se nos vaya notando el bilingüismo- Malú. De todas las noticias y las imágenes que ha generado esta huelga de educación, me quedo con la foto en blanco y negro de una niña que porta una pancarta casera que dice: «¡Tiembla, Wert, mi madre está muy cabreada!»

No hay nada más peligroso que una madre cabreada. Lo sé yo, lo sabe usted, lo sabe su prima la del cuarto y lo saben, mejor que nadie, ellos, los de ahí enfrente, los que tiran una y otra vez de la cuerda, tensando los lazos de la paciencia hasta límites insospechados. No hay peor que enfadar a mamá. Y mamá se está enfadando por momentos, y se está enfadando mucho. Y la venganza de una madre es un plato que además de servirse frío, nunca es de buen gusto. Es la ventaja -o no- de haber tenido durante siglos la sartén por el mango.

La ley Wert tiene, como toda ley, cosas buenas -pocas, tampoco es el bálsamo para la educación en estos momentos- y cosas malas. Ninguna ley llueve al gusto de todos. Muchísimo menos cuando en este país, la educación ha servido para pagar las cuentas pendientes de cada gobierno y para apagar los fuegos cruzados de un bando y de otro. Cambio de gobierno, cambio de ley educativa. Y así nos va. No se atrevió el Partido Popular en los años noventa a podar los brotes de la LOGSE, sino que dejó que el bosque se pudriera y ahora pretende replantar los árboles sin remover antes la tierra. No es así como se hacen las cosas. Claro que a lo mejor nadie se lo ha dicho a Wert, subido como está a la única palmera del desierto.

Porque no basta con cambiar los planes de estudio, quitando y añadiendo cursos, realizando pruebas diagnósticas y externalizando la evaluación de los niños, subiendo las medias y las tasas, reduciendo las horas de pensamiento y de obra y ampliando las de omisión. Las madres -no es incorrección de género, sino memoria histórica aunque sea lamentable- saben mejor que nadie que de nada sirve hacer una limpieza moviendo los muebles de sitio, si no se levantan las enaguas de la mesa, si no se descuelgan las cortinas, si no se airean las camas y si no se sacuden las alfombras.

Las madres empiezan a estar muy cabreadas, Wert. De poco servirá esta ley si basamos la educación sólo en conseguir resultados óptimos en el informe PISA, de nada servirá que seamos muy buenos en ciencias si los niños siguen aprendiendo en el colegio el funcionamiento de máquinas absurdas, memorizando los números de los plásticos o su capacidad de reciclaje mientras se van desplazando poco a poco la historia, la filosofía, el arte, la literatura en beneficio de las ciencias. ¿Quién se dedicará a pensar en este país cuando todos sean -en el mejor de los casos- médicos, ingenieros, economistas.? ¿Quiénes mirarán al pasado para buscar las soluciones del futuro?

Las madres se cabrean, Wert, y no hay nada más peligroso que una madre cabreada que clama venganza. Hécuba, la trágica madre griega que pasó de reina a esclava, soportó dócilmente todo tipo de humillaciones, de vejaciones, de desgracias, todo fue capaz de soportarlo, menos la injusta e inútil muerte de sus hijos. Hécuba, la cabreada madre griega le sacó los ojos al culpable de la desdicha de su descendencia, aullando de dolor como una perra. La vimos también el jueves, el día de la huelga, en la obra de Eurípides -griego, como el término analfabeto, de ese griego que ya no se estudiará más con la ley Wert- magistralmente representada por una emocionadísima Concha Velasco que dedicó la función a Manolo Escobar, «la alegría pop del franquismo» como titularon algunos medios, «moderno pero español», de la auténtica cepa hispánica.

Precisamente, en un país tan cabreado como el nuestro, el pasado jueves todos los informativos abrieron con la muerte de Manolo Escobar. No con la huelga de educación. El jueves, el ministro Wert lamentaba la muerte del artista: «Con él desaparece una referencia fundamental de la música popular español (.) alguien siempre dispuesto a participar en cualquier actividad social o benéfica».

El jueves, el día de la huelga de educación, el ministro de Educación no habló de la huelga, y las madres, inevitablemente como el fatum, se cabrean.