La devastación fue absoluta en Extramuros; por entonces esta zona era ocupada por edificios públicos, pequeñas industrias y viviendas. :: ABC
CÁDIZ

El lunes negro de Cádiz cumple 66 años

El día de la explosión de 1947 se vive hoy sin grandes actos y con menos sombras

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Tienen las tragedias una tendencia al verano. Como si las desgracias, el infortunio y la crueldad inolvidable que deja el accidente, multiplicada por decenas de víctimas, encontrase facilidad para reproducirse cuando todos están relajados, distraídos, descansados o descansando, como si se amparase en esa pachorra que alarga los días, mejora el humor, cambia el ritmo, los hábitos y los horarios.

Un simple repaso a la memoria del dolor colectivo lo confirma: los dos mayores accidentes aéreos de la historia de España (Los Rodeos y Barajas), el más grave ocurrido en tren en medio siglo (Santiago de Compostela), el principal atentado terrorista de la historia de la humanidad en Nueva York, terribles inundaciones en un 'camping' (Biescas)...

Siempre entre mediados de junio y mitad de septiembre, siempre con sopor. Siempre la misma secuencia. Un rosario de casualidades y negligencias, de errores y coincidencias. La muerte de muchos, indiscriminada, sin géneros, edades, ni rasgos que predominen. Con los días, el impacto colectivo se vuelve drama personal, para sus familiares y amigos, para los que cada día sufren la pérdida. Los demás se quedan con el estudio de las causas, las hipótesis y los juicios -si los hubiere- a los culpables.

Cádiz recuerda hoy el 66 aniversario de su particular verano negro y rojo, el de la desgracia que nadie olvidará. Los afectados directamente en su entorno nunca lo han hecho. Siempre han llevado la carga de la ausencia y las dudas. El resto lo rememora tal día como hoy, 18 de agosto, cuando se produjo la mayor catástrofe colectiva de la historia de la ciudad: unas 300 toneladas de diversos explosivos (mayoritariamente trilita) almacenados en el arsenal de San Severiano hicieron saltar por los aires la mayor parte de los Extramuros gaditanos de la época; un diseminado de pequeñas edificaciones, en su mayoría, instalaciones industriales y edificios de uso público como el que sería para siempre símbolo del horror: el refugio infantil de las hermanas de la Caridad, la célebre Casa Cuna.

De la luz a la oscuridad

Los recuentos oficiales de la época (ni siquiera sobre eso hay unanimidad) oscilan entre los 147 y los 152 muertos, una cifra que siempre se consideró inferior a la real. Los gobiernos de Franco siempre trataron de minimizar o, al menos, eclipsar el desastre, bien por la posible negligencia en el almacenamiento de explosivos, bien por la tétrica imagen que daba del régimen. Tampoco para el número de heridos, cuantificados en 5.000 en la mayoría de artículos, ensayos e investigaciones posteriores, hay número fijo. Los edificios dañados, total o parcialmente, superaron el millar.

Esta noche, a las 21.44 horas exactamente, se cumplirán los 66 años. No hay previstos grandes actos de homenaje a los damnificados, empieza a quedar lejos y sólo se subrayan las cifras redondas. El resto de años: discretas ofrendas, algún gesto en una convocatoria musical o, como el año pasado, cofrade.

Pero la ausencia de grandes actos no empequeñece el recuerdo. Pocos le han dado mejor forma que Antonio Burgos, celebérrimo y premiado columnista de Abc. En un memorable artículo publicado en 2001 dibuja el espanto.

Primero ubica al lector en la época, «en aquella España de cartillas de racionamiento, de coches con gasógeno y de presos políticos haciendo canales de riego por el Bajo Guadalquivir, Manolete aún vivía su última gran temporada». Luego llega el contraste brutal, el del amable verano gaditano, el de la apacible ocaso de agosto en el que cada cual tenía un plan que reventó: «Antonio Machín iba a llevar aquella noche sus gardenias y sus angelitos negros a la orilla del mar de los boleros, al Cortijo Los Rosales». Pero no llegó a salir al escenario. Después, el horror: «En todo Cádiz se fue la luz y vinieron los gritos, las carreras, las sombras, el temor. Los que estaban en el cine de verano corrían a sus casas, que encontraban difícilmente en la oscuridad, hundidas. Coches de la Marina y del Ejército alumbraban con sus faros el espectro de la película de miedo que nunca creyó nadie que iban a proyectar aquella noche en el cine. Tan rojo como el cielo se puso pronto el mármol de la entrada del Hospital Mora. Era la sangre de los heridos, que llegaban en camiones, arrastrados por vecinos».

Pero además de las mejores plumas andaluzas, los gaditanos rasos, como Gloria Ramos, también han guardado memoria de aquella velada horrenda. Durante estos años, ya en el nuevo siglo, ha recordado varias veces como estaba en la Casa Cuna y «al día siguiente de la tragedia, las madres de los albergados no paraban de preguntar por sus hijos desaparecidos». La mayoría nunca obtuvo respuesta.

Porque más allá de los recuerdos particulares, o los heredados, además de las frases que se han convertido en clásicas («el cielo se puso rojo», «las puertas de la Catedral se doblaron») que casi todos los gaditanos de la época han pronunciado o escuchado cientos de veces, apenas se sabe nada de las causas, de los detalles. Menos aún de las responsabilidades que quedaron enterradas por toneladas de cascotes.

El silencio no hizo más que alimentar dudas. Hasta ahora han llegado, crecidas por la confusión, leyendas urbanas, teorías de la conspiración y tramas diversas, todas amparadas en el oscurantismo propio de la época.

Preguntas y respuestas

66 años después tampoco hay mucha luz. Uno de los estudios más profundos publicados sobre la mayor tragedia registrada en Cádiz es el de José Antonio Aparicio Florido. Su investigación -de las más documentadas, incluso con informes inéditos y registros oficiales desconocidos hasta hace cuatro años, cuando su obra vio la luz en 2009- es capaz de arrojar algo de claridad sobre siete décadas de tinieblas.

De su trabajo se deducen varias conclusiones. La mayor es que conviene descartar el atentado y las culpas a perversos agentes externos. Ni atentado de los maquis, ni ataque ruso, ni ningún otro disparatado esfuerzo por escurrir el bulto. Las 2.228 minas guardadas en el arsenal de Cádiz, compradas al ejército de Alemania de la época, se creían llenas de un explosivo estable, resistente al tiempo y los elementos, pero hubo un fallo.

Entre ellas había 50 llenas de algodón-pólvora, un explosivo muy inestable, que se deteriora con rapidez y es capaz de estallar, simplemente, si se expone sin medidas especiales de conservación a un tremendo calor de agosto como el que hizo aquel lunes negro, aquel 18 de agosto de 1947. Estallaron esas y, en milésimas, en un siniestro efecto dominó, todas las demás.

Esa es la causa única que apunta este trabajo. El hecho de que no hubiera ataques ni conspiraciones no evita matices que hablan de heroísmo y ocultación. Los avisos internos anteriores a la desgracia que fueron ignorados; el traslado de los explosivos que no estallaron gracias a soldados salvavidas; un incendio -en 1976- en el Archivo Naval de San Fernando que borró casi toda la documentación que existía sobre el caso... Lagunas en la memoria viva que recuerda todavía el peor lunes del verano más nefasto que tuvo Cádiz.