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España y Moby Dick

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El 161 aniversario de la primera publicación de 'Moby Dick' le viene como anillo al dedo de la España de hoy, viernes. Cuesta no reconocerse mecido en un coy de un ballenero de rumbo maldito con un capitán loco en la persecución asesina, obsesiva y autodestructiva de un leviatán blanco. A bordo, decenas de marineros son conscientes de entrar en las tripas del monstruo a cada mecida sobre las olas de un mar asesino y traicionero, tan tranquilo por momentos y tan gris que parece hecho de mercurio.

Herman Melville podría haber firmado esta historia en la que un sistema huye hacia delante y enfila el chorro del agua del cachalote con la seguridad de que terminará él mismo en el fondo del mar, hecho un amasijo de tablas unido solamente por una desordenada maraña de cabos, testigo mudo de la épica fugaz y a veces equivocada de los hombres. El barco en el que se embarcó el mundo, ese 'Pequod' que flota gracias al consumo y al crecimiento, no va a parar en su carrera enloquecida hacia el horror. Hay un capitán mesiánico metido en algún despacho de Europa, unos oficiales que no tienen valor para hacerle frente y una moneda de oro clavada al mástil de la nave. En su psicótica singladura, ese sistema que siempre estuvo basado en gastar más y más se ha propuesto flotar a base del ahorro y del recorte, cosa imposible a todas luces.

A estas alturas del curso, tal vez no haya vuelta atrás ni para el barco, ni para los marineros que cometieron el error de embarcarse en el reino flotante de la avaricia y que ahora darían una mano por la cama sembrada de chinches en aquella pensión del puerto. Tal vez el ballenero no se pueda reconvertir ya en barco de recreo. Desde la cofa, alguien ya gritó «Por ahí resopla». Ahab ya mandó arriar los botes pese a la tormenta, la espuma blanca que barre la cubierta y la costa a sotavento. Ya solo espera con su pata de palo clavada en las tablas, a que llegue su final y el de todos, trabados para siempre por los arpones viejos en el lomo impío de la bestia.