Tribuna

Tumbados en Central Park

JURISTA Y AUTORA TEATRAL Actualizado: Guardar
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Era domingo; uno de esos días luminosos del verano neoyorquino. Un grupo de chicos y chicas retozaban alegres en el césped de la esquina sureste del parque. Algunos se habían descalzado para sentir el frescor de la hierba en las plantas de sus pies mientras accionaban frenéticamente el teclado de sus móviles; otros más allá se entretenían mirando el sky line de la Quinta Avenida, que incluso a mediodía ofrece su prodigioso espectáculo de cemento y cristal. Entre el bullicio de grupos de mozos y mozas que se recreaban en el edén urbano del corazón de Manhattan destacaban las bromas, el tarareo de canciones y las chanzas en español. Quienes llamaban la atención de mi amiga del alma eran unos compatriotas que disfrutaban de unas semanas de vacaciones gracias a una beca para estudiar inglés en régimen de inmersión lingüística en la capital del Imperio.

¿Qué habrá sido de tantas expediciones de universitarios que atravesaron durante los últimos años el Atlántico desde España con destino a la terminal de turno del John Fitzgerald Kennedy con el objetivo de disfrutar de unas cortas vacaciones en solar americano y, de paso, conocer un poco mejor la lengua de Shakespeare?, se pregunta hoy mi amiga ante la situación de desempleo que afecta a los postgraduados españoles de ambos sexos. Aquel inglés que aprendieron durante su turismo lingüístico en USA y que se plasmó en el correspondiente diploma, ¿les aprovecha hoy en su vida laboral a los que han tenido la fortuna de encontrar trabajo, o es solo un recuerdo, un buen recuerdo, que se trajeron en la maleta para añadir una línea a su curriculum?

Son muchas las chicas y por supuesto los chavales que han asumido la responsabilidad de adiestrarse en el idioma que, hoy por hoy, sirve como pasaporte para moverse con alguna soltura en el mercado de trabajo internacional. Pero, en el contexto de precariedad laboral en el que están inmersos nuestros postgraduados, tal vez resulte un poco duro preguntarles si están dispuestos a hacer valer sus nociones de la lengua inglesa unidas, claro está, a sus conocimientos universitarios específicos, más allá de las fronteras no ya de España sino del continente europeo. No es raro oír en alguna tertulia de sobremesa que a fulanita, que hace cuatro años que terminó la carrera, los trabajos relacionados con su especialidad se le ofrecen en Sidney, en Bombay o en Ciudad del Cabo. Lo que plantea, más allá de la exageración, el problema de que tal oferta de empleo aunque por un lado resulte atractiva y casi imposible de rechazar, en cierto modo algo tiene de caramelo con su punto de acíbar. Trabajar lejos de casa y en un idioma nada familiar no deja de ser tarea difícil.

Una estancia de varias semanas en el territorio del Tío Sam con visado de estudiante y tiempo de ocio sin tasa es cosa linda, pero otra muy distinta es cruzar el charco de regreso a casa con la expectativa de lanzarse a las aguas turbulentas de la búsqueda de empleo en un mar de dificultades. El ingrato panorama de verse con carácter indefinido como un nombre asociado a un número en las listas del paro juvenil no parecía entrar en los planes de los jóvenes que disfrutaban de su beca para aprender inglés. Más bien, a mi amiga del alma le resonaba en aquellas voces, en las risas y hasta en sus gritos, la alegría del entusiasmo juvenil.

Es posible que muchos de aquellos chicos y chicas que se deleitaban con esa especie de esplendor en la hierba aún no se hubieran hecho a la idea de que tendrían que hacer de nuevo las maletas, pero no con el fin lúdico de aprender un idioma diferente del suyo, sino con el de buscar un destino, probablemente un pequeño destino de trabajo más allá de sus casas y tal vez de su país. Y ese porvenir laboral, en el marco de estos tiempos difíciles, se plantea muy alejado de los sueños de aquella mañana de domingo cuando, seguramente felices y confiados, disfrutaban tumbados en el Central Park.