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El silencio de Utoya

Noruega recuerda con discreción la masacre en el campamento laborista

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La alegría abandonó la isla noruega de Utoya hace justo un año. Una pesadilla de 72 minutos bastó para que allí no quede ni rastro del ambiente jovial de antaño. Las fogatas ya no iluminan la noche y la atronadora megafonía del campamento no despierta cada mañana a los vecinos de la orilla este del lago Tyrifjorden. Hoy, doce meses después de la masacre, cientos de personas volverán a este pequeño 'diamante' para recordar aquella lluviosa tarde que se tiñó de sangre, y en la que un fanático acabó con la vida y los sueños de 69 jóvenes del Partido Laborista Noruego (Arbeiderpartiet).

El silencio reina ahora en el islote. Por primera vez desde el final de la Segunda Guerra Mundial, los políticos socialdemócratas de la futura Noruega no acamparán allí este verano. Pero ese silencio también se ha extendido al resto del país. Sus políticos callan y los ciudadanos -pese a estar bien informados- tampoco son muy dados a hacer comentarios o mostrar su opinión en público sobre la tragedia. «El país lo recuerda, pero tampoco se recrea. Cuando tratan el tema se ahorran calificativos y no lo llaman ni matanza ni masacre, simplemente hablan de Utoya», asegura Carmen Sanz, presidenta de la Cámara de Comercio Hispano-Noruega

Esta discreción e introversión responde al carácter nórdico. Quienes más han tratado con los noruegos, como Luis Gutiérrez de Soto, director local de la clasificadora Det Norske Veritas (DNV), les describen como «gente de intenciones claras y rectas, sin recovecos», aunque con un «carácter reservado». Pero Carmen Sanz apunta que son un pueblo que se acopla a la perfección con los españoles a la hora de hacer negocios.

Aun así, Ingrid Ramsoy, investigadora de Ícaro Think Tank, piensa que la masacre ha provocado que la sociedad haya perdido parte de «su inocencia» congénita y ya no piense que «todo va a ir bien» de forma natural. «Para poder seguir adelante no se puede estar recordando continuamente», avisa.

Vivir con dolor

Tras catorce veranos consecutivos en Utoya, la diputada laborista Marianne Marthinsen no acudió el pasado año al campamento. Por primera vez desde que cumplió la mayoría de edad faltaba a la isla que ha moldeado su pensamiento político y donde estrechó lazos con el resto de sus compañeros. Hoy todavía siente que ella podía haber sido una de las víctimas de la matanza, pero ese sentimiento de tristeza -combinado con cierto alivio- pronto se esfuma. «Vamos a tener que vivir para siempre con el dolor que nos provocó aquel ataque, pero no tenemos que dejar que estas acciones destruyan los valores fundamentales de nuestro Estado de derecho».

Esta política de 32 años asegura que, desde aquel fatídico 22 de julio, los socialdemócratas noruegos no se han vuelto a ver amenazados y se han sentido respaldados por el país, que decidió «no responder a la violencia con violencia». Su compañera de partido Mari Brenli cree que el terrorismo «golpeó» a los laboristas, pero no ha conseguido «acallarles». Los datos así lo demuestran y es obvio que el apoyo al Arbeiderpartiet ha aumentado desde la matanza. En las elecciones locales del pasado mes de septiembre subió dos puntos (hasta el 31,7%, que les mantiene como primera fuerza política nacional) y durante el segundo semestre de 2011 se inscribieron 7.000 nuevos afiliados a sus filas. Mientras tanto, la ultraderecha -en la que militó el fanático terrorista- se ha derrumbado.

Pero la escritora noruega Susanne Valand no está de acuerdo con ese halo que ahora envuelve a los gobernantes de la tierra de los fiordos. Muchos quisieron destacar la importante multiculturalidad de su ciudadanía tras la matanza, pero mientras tanto el Gobierno laborista decidía devolver a su país de origen a muchas familias que llevaban años en Noruega y que habían llegado allí «huyendo de la pobreza y la guerra». «El primer ministro (Jens Stoltenberg) habla de valores humanos, pero no se yo hasta que punto eso es realidad, porque sin embargo no duda en mandar a niños de vuelta a estados como Somalia», destaca. «Ese carácter tan frío que tenemos provoca que creamos que lo nuestro es nuestro. Mucha gente ya se ha olvidado de que éramos un país muy pobre hasta que se encontró petróleo hace medio siglo».

Juicio contra Breivik

Los intentos de obviar y rehuír la masacre se vieron tumbados con el juicio contra Anders Behring Breivik, el terrorista que colocó una furgoneta bomba en el barrio ministerial de Oslo -donde murieron ocho personas- y después viajó hasta Utoya para tratar de arrancar las 'raíces' de la socialdemocracia. Durante más de dos meses, los noruegos han tenido que escuchar el triste relato de las víctimas y las dementes alegaciones del asesino. «Fue un duro recordatorio», admite Mari Brenli, pero subraya que aceptarán cual sea el veredicto. «Pese a su dureza, la sociedad considera que haber seguido todos los procedimientos y garantías legales es una forma democrática de honrar a las víctimas», afirma Mariano Aguirre, director del Centro Noruego de Recursos para la Construcción de la Paz (Noref).

¿Pero se ha abierto algún tipo de debate sobre el origen de esa violencia? Aguirre explica que, en el último año, ha habido «discusiones en profundidad» sobre el tema, pero existe «una tendencia a evitar la confrontación» para tratar de mantener un consenso que incluya a «la ultraderecha que alimentó ideológicamente al asesino». Mientras tanto, Marianne Marthinsen avisa de la importancia de abrir debates para evitar que este tipo de odio se desarrolle en la sociedad. «Breivik no está solo en sus opiniones».