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Disolución controlada

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Toda la comunidad internacional, y no solo la Unión Europea, está pendiente de las elecciones griegas de mañana en la que compiten formaciones partidarias de mantener al país en el euro con otras que rechazan la austeridad y la disciplina europeas y abogan por la ruptura con Bruselas. En los últimos días, sondeos informales aseguran que las primeras, con Nueva Democracia al frente, estarían ganando terreno a las segundas, pero la incertidumbre es real y todo puede ocurrir. Frente a la eventualidad de un rechazo griego a la escabrosa senda del ajuste duro, se han tomado medidas. Los gobiernos y las instituciones supranacionales se han preparado por si hay que estabilizar los mercados financieros y evitar una súbita contracción del crédito. El propio presidente del BCE, Mario Draghi, aseguró ayer que los principales bancos centrales tienen la maquinaria a punto por si hay que inyectar toda la liquidez necesaria para evitar el caos y detener todo efecto en cadena. El mismo lunes, comienza la cumbre del G-20 en México, con asistencia de Rajoy, que examinará con detalle lo ocurrido y se tomarán las medidas pertinentes para detener todo contagio. Y se supone que hay medidas concretas adoptadas en el Eurogrupo con respecto al país heleno -cierre de la libre circulación de capitales, congelación de depósitos, clausura de cajeros automáticos, etc.- para contener el pánico si los resultados electorales marcaran una dirección irrevocable de salida del euro. La magnitud del problema es, sin embargo, perfectamente descriptible. Grecia representa algo menos del 2% del PIB de la zona del euro, por lo que sus vicisitudes no deberían alterar sobremanera la estabilidad de los Diecisiete. Ni la quiebra del pequeño país debió haber engendrado tanto drama, ni el desenlace de éste puede ser decisivo para la supervivencia del Eurogrupo, que debe convencerse de una vez de que la solución de los problemas económicos pasa por el fortalecimiento del engrudo político que le da cohesión. Sin avances hacia la federalización, con unión fiscal y bancaria y con crecientes transferencias de soberanía a las instituciones democráticas comunes, Europa seguirá siendo un intento fallido.

La disolución de la organización Segi, ilegalizada por servir de soporte a ETA, se suma a la desaparición de la estructura Ekin y a la del colectivo Askatasuna como si la banda estuviera procediendo al desmantelamiento de su entorno más próximo para, por un lado, facilitar a la izquierda abertzale su tarea y, por el otro, mantenerse como marca única y presente del pasado terrorista. El tono autocrítico con el que los últimos portavoces de Segi han anunciado su final no alcanza ni siquiera a deplorar la activa participación de las redes de alistamiento etarra en la violencia de persecución y 'kale borroka' con la que los jóvenes encuadrados en el activismo extremista secundaron durante años los asesinatos cometidos en nombre de ETA. Pero lo peor del caso es que sus herederos en la organización que se denominará 'Kimua' -brote en euskera- y que encuadrará a las juventudes de una izquierda abertzale ya institucional reciben un testamento sectario y claramente contaminado por la justificación retrospectiva de la barbarie etarra.