Tribuna

Más política y menos metafísica

CATEDRÁTICO DE DERECHO MERCANTIL Actualizado: Guardar
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Uno de los principales síntomas que suelen presentar los sistemas políticos en periodos de crisis es el del exceso de metafísica. Buena parte de los problemas de populismo que padecemos hoy derivan de una equívoca conciencia de la política, sobrecargada de valores morales presuntamente superiores, cuando su objetivo es mucho más pragmático.

Los hombres no nos movemos en sociedad como ángeles altruistas, preocupados sólo por el bien común. Eso es así en algunos casos, pero desde luego no en la generalidad. La base de lo que es comúnmente relevante es la que debe servirnos para construir nuestro modelo de convivencia y, por abrumadora mayoría, la realidad nos muestra que los humanos actuamos por impulsos y razones que nacen del egoísmo, aunque no puede negarse que esta inclinación convive también, en mayor o menor medida, con la voluntad y la necesidad de combatirla. Pero considerar la existencia real y efectiva del egoísmo es afrontar una realidad patente que no se mejora con discursos voluntaristas, sino con medidas concretas que basen sus objetivos y previsiones en posibilidades reales, no en deseos. Como ciudadanos, necesitamos adoptar una perspectiva de la política más pragmática y posibilista.

Esta visión modesta del verdadero alcance de la política, que no debe confundirse con un pragmatismo vacío de valores, no tiene que considerarse algo esencialmente malo, ni tampoco bueno. Es un simple punto de partida, tomado a la luz de los hechos.

Podemos clarificar este asunto pensando en la gestión del Estado como si se tratara de una comunidad de propietarios. Cuando los comuneros de la finca deciden si hay que pintar o no la fachada, subir las cuotas o arreglar el ascensor, los argumentos a favor o en contra no enjuician la moralidad de las medidas, sino su posibilidad real, su oportunidad y conveniencia. Los intereses del señor del noveno son diferentes de los de la señora del cuarto, pero todos son defendibles y ninguno es considerado moral o inmoral, sino mayoritaria o minoritariamente respaldado. Por supuesto, existen también ocasiones en las que se hallan implicados, directamente, principios de calado más profundo (si debe aprobarse un reglamento de convivencia y vecindad, por ejemplo), pero la intendencia del día a día en una comunidad de propietarios se mueve en otro plano, que demanda más eficacia que abstracción de ideas. Pues, salvando las distancias, una lógica práctica similar debería imponerse a la hora de decidir cuestiones como si han de construirse o no más carreteras, o dónde ubicar una prisión o una central nuclear.

El acercamiento pragmático a la política está arraigado en los países anglosajones; su cultura democrática permite a los ciudadanos alegar en público, sin falso pudor, que defienden sus intereses y su dinero a la hora de votar. En España, por el contrario, el acto de votar aparece siempre revestido de resonancias espirituales, aunque los votantes hacemos fundamentalmente lo mismo que los comuneros de una finca: decidir cómo se van a emplear en el terreno público los recursos que nosotros mismos generamos. Y es precisamente esta tendencia mística, tan hispana, la que abona el terreno para considerar la política como un campo de batalla sin cuartel entre el bien y el mal, y la que fomenta, con la burda propaganda de los partidos, una imagen estereotipada del adversario como 'enemigo'.

Es preciso valorar la utilidad social de entender nuestro sistema político como una fórmula que sirve para contraponer y equilibrar intereses privados y egoísta. Como ha señalado recientemente Ruiz Soroa, en su excelente obra El esencialismo democrático, este esquema 'contractualista', por imperfecto que sea, es el único que permite respetar el valor esencial en juego a la hora de tomar decisiones colectivas. Los ciudadanos tendemos con excesiva frecuencia a esperar demasiado de la democracia, lo que nos sume en la impotencia y en una corrosiva decepción. La democracia por sí misma no resuelve más problema que el de la forma de gobernarnos como grupo, pero, fuera del valor que tiene como mecanismo, como instrumento, no puede pedírsele más, porque la regla de la mayoría no contiene soluciones concretas para los retos que tenemos planteados como sociedad, tan sólo permite hacerles frente de la manera que la mayoría considera más adecuada. Nada menos y nada más.

Desde esta perspectiva realista o posibilista, como se quiera, adquiere especial valor la fórmula del compromiso que, curiosa paradoja, va progresivamente perdiendo eficacia en España. La transacción, que fue pieza clave para lograr el consenso constitucional de 1978, empieza a ser indentificada a ambos lados del campo político como una traición a los propios ideales. Por ello, no puede sorprender que cada vez sea más raro entre nosotros el respeto por los procedimientos legales, o por el adversario político. Todo forma parte del mismo problema.

El hecho de que cada ciudadano se mueva por intereses respetables y particulares sólo resulta civilizado si no se olvida que el vecino tiene también su propia razón de actuar. La clave de nuestro sistema político apunta a la concordia, a la composición de los distintos intereses, pero respetando el disenso, en la tranquilidad que aporta saber que el movimiento sigue siendo posible, porque las decisiones representan compromisos provisionales y siempre renovables. Conviene, pues, adoptar una visión de la política más humilde, menos solemne, descargada de metafísica, y contemplarla, como bien señala Ruiz Soroa, como «un ejercicio humilde de negociación y cesión entre discrepantes, que estimulan su creatividad precisamente en la mutua cesión».

Algunos de los acuerdos que urgentemente necesitamos para retomar el rumbo perdido de nuestra transición (en educación y en justicia, por ejemplo), requieren de esa mutua cesión, que ninguno de los principales partidos españoles parece estar dispuesto a realizar. De ahí los absurdos vaivenes legislativos de los últimos años, reformas y contrarreformas que, lejos de solucionar los problemas, los avivan.

Ninguno, o casi ninguno, somos santos. Si lo fuéramos, ni la política ni el Derecho serían necesarios. La función de la política es la gestión civilizada del desacuerdo sobre los diversos intereses individuales y sobre las distintas formas de entender el bien general, según la sensibilidad que alcanza en cada época la libre inteligencia humana. Pero no existe gestión civilizada alguna sin respeto al compromiso social salido de la urna, ni sin moderación en el uso del lenguaje político, cada vez más imprudente y cargado de descalificaciones para quienes no piensan como nosotros.