Sociedad

El clan Baroja sale de su refugio

La última biografía retrata a Pío en su nido familiar y obsesionado por justificarse ante los lectores El libro de José-Carlos Mainer resalta su forma de presentarse como un testigo asombrado y escéptico de su tiempo

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En el caserón de Itzea, en Bera de Bidasoa, confluyen los mitos y las ilusiones de una familia, los Baroja, cuyos miembros eligieron vivir juntos la mayor parte de sus años. El más conocido de todos ellos, Pío, encontró la casa en un anuncio de un diario de San Sebastián en 1912, y poco a poco la fue restaurando hasta convertirla en un monumento a los pies del puerto de Ibardin, entre el verde rabioso que circunda la frontera vascofrancesa.

Su hermano Ricardo Baroja y su mujer Carmen Monné se asentaron allí durante largas temporadas. Lo mismo que su hermana Carmen, con sus hijos Julio y Pío Caro Baroja, y ahora los descendientes de este último. «Cada una de las habitaciones forma parte de un teatro de la memoria en el que se escenifica el modo de ser y las aspiraciones de cada uno de los miembros», explica José-Carlos Mainer.

Catedrático de Literatura Española en la Universidad de Zaragoza, Mainer acaba de publicar una biografía sobre el autor de 'Las aventuras de Shanti Andía' con el título de 'Pío Baroja' (Taurus). Al escritor le daba miedo el matrimonio, porque con las novelas no se podían pagar los gastos de una familia. Pero este «enamorado contemplativo», como lo define el biógrafo, hizo del clan familiar su muralla para protegerse de un mundo convulso, el situado entre la pérdida de las colonias de Cuba y Filipinas, en 1898, y la Guerra Civil y la posguerra.

Sobre la importancia de los lazos familiares construye Mainer uno de los hilos de su obra. Otro, también muy importante, fue su constante relación con los lectores. Un público de barojianos entre los que se encontraban jóvenes obreros, estudiantes, anarquistas y progresistas radicales. Baroja sentía la necesidad de dialogar con ellos, «de hacerles ver las cosas, de justificarse a sí mismo»: de contarles sus experiencias juveniles, trasladadas a 'El árbol de la ciencia', o su nostalgia por el mundo tradicional del siglo XIX, arrollado por los progresos del siguiente.

El escritor se presentaba a sus lectores como una persona sincera, como un testigo parcial, perplejo y escéptico, con unas tremendas ganas de conversar, de manera que según Mainer muchos de sus libros pueden entenderse como un largo diálogo con sus lectores. «Estamos hablando de literatura, y aquí no es lo mismo sinceridad que veracidad. Algunos biógrafos, como Miguel Sánchez-Ostiz y Eduardo Gil Bera, han visto en ese continuo afán de autojustificarse un deseo de protagonismo. También se ha dicho que era un tipo rencoroso. Yo no le tengo nada que reprochar a Baroja. En mi caso, está de sobra someterle a un juicio moral», confiesa Mainer, editor de la última edición de las 'Obras completas' del autor.

Viajó a Londres desde joven y, como gran lector de Dickens, la ciudad le encantó. Lo mismo puede decirse de París, donde iba a menudo y que fue su refugio en los peores momentos de la Guerra Civil. Conocía tan bien la capital francesa que algunas novelas de los años treinta son «como guías» parisinas, según Mainer. Con Bilbao y San Sebastián no lo tuvo tan claro. En algún momento alabó la fuerza de la ría y de su industria, pero en otros se mostró más crítico con la deriva de un desarrollo que mataba la sociedad más pausada del siglo XIX. En cuanto a San Sebastián, «se quejaba de su transformación como ciudad de veraneantes y le gustaba más la modestia de la Parte Vieja. Fue un antimoderno.

Baroja sentía nostalgia de la cultura popular, que iba desapareciendo, y la reproducción en sus libros de canciones, por lo general en euskera, dan fe de su amor por el folclore. Pero también fue un agudo observador de los suburbios, a los que solía ir paseando en Madrid desde la casa de la calle Mendizábal, un edificio de varias plantas ocupado por los Baroja.

De aquellos paseos nació una de sus trilogías más leídas, 'La lucha por la vida', compuesta por 'La busca', 'Aurora roja' y 'Mala hierba'. «Estaba fascinado por los arrabales, pero al mismo tiempo le repelía la degradación moral que veía en ellos», destaca Mainer sobre estas novelas en las que Baroja privilegió el componente social.

Sus ideas fueron causa de interminables discusiones. Y aún lo son. El biógrafo le define como un radical liberal, más de lo primero en juventud y más de lo segundo en su madurez. «Tenía una gran aprensión por la democracia, lo que era bastante común en sus años. No se fiaba de las masas, y menos de las españolas».