Retrato del Virrey ante la catedral de Lima
UNA LUPA SOBRE LA HISTORIA

El conde de Superunda

José Antonio Manso de Velasco, virrey de Perú, fue un héroe olvidado que reconstruyó la ciudad de Lima tras ser asolada por un terremoto en 1746

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Nuestro mundo está acostumbrado a las desgracias, como la ocurrida recientemente en Japón, y una vez tras otra se repone y sale adelante; hoy, con la ayuda y el esfuerzo de todos y hace siglos, con el coraje y valentía de unos pocos. Y entre los que conforman este último grupo, se encuentra la persona que da título a este artículo: el conde de Superunda.

Hay que remontarse un poco en la historia para situarnos a mediados del siglo XVIII en el virreinato de Perú.

Por Real Cédula de 24 de diciembre de 1744, Felipe V nombró virrey de Perú a José Antonio Manso de Velasco y Sánchez de Samaniego, en aquel momento, gobernador de Chile.

Manso de Velasco nació en 1688 en Torrecilla de Cameros, La Rioja, en el seno de una familia acomodada. Muy joven, ingresó en el ejército con el que participó en la Guerra de Sucesión, el Sitio de Gibraltar, la conquista de Orán, las guerras de Italia y muchas otras acciones, en las que siempre destacó. Ascendido por méritos de guerra, en la corte se fijaron en él y fue nombrado Gobernador de Chile en 1736. El 15 de noviembre del año siguiente, llegó a la capital del territorio. Ocupó el cargo hasta 1744, cuando el rey lo nombró virrey de Perú.

Mientras desempeñaba este nuevo cargo aconteció en la costa del Pacífico un tremendo maremoto que, seguido por un tsunami, produjo enorme devastación en muchos miles de kilómetros a lo largo de la costa y hacia el interior.

No existían los sismógrafos para medir la intensidad, pero se calcula que debió ser de XI sobre XII en la Escala de Mercalli.

Desde hacía veinte días, la población de El Callao, el puerto de Lima, decía que observaba que del mar salían exhalaciones de un vapor caliente y que, debajo de la tierra se oían ruidos como el mugir de miles de vacas y lejanos disparos de artillería. Nadie prestó demasiada atención a aquellas percepciones, hasta que el viernes 28 de octubre de 1746, a las diez y media de la noche, la tierra comenzó a temblar y no paró por espacio de cuatro largos minutos.

Templos, conventos y edificios públicos, todos sólidamente construidos, cayeron derribados como si fueran de papel, mientras una nube de polvo cubría la ciudad de Lima y su puerto, tan espesa, que según testimonios de la población casi podía cortarse y hacía imposible la respiración.

En aquel momento, Lima tenía 60.000 habitantes y casi 3.000 edificaciones sólidas, construidas con piedras, se repartían en un diseño rectangular de ciudad moderna.

De todas ellas, solamente veinticinco consiguieron resistir el temblor de la tierra y más de mil personas perecieron aplastadas por los escombros en sus propias viviendas, pues el seísmo sorprendió durmiendo a la inmensa mayoría de los habitantes.

Casi de inmediato, el mar empezó a retirarse para volver poco después convertido en una gigantesca ola de diecisiete metros de altura que cubrió la Isla de San Lorenzo, y penetró en el puerto de El Callao, cinco kilómetros tierra adentro, destruyendo todo lo que estaba en la costa.

Las réplicas del terremoto se produjeron hasta las cinco de la mañana. Cuando parecía que todo había acabado, volvieron horas después. Al final, se contabilizaron en los diez días siguientes hasta 220 réplicas y, en el año siguiente, hasta casi 600 temblores de diversa consideración.

Tal fue la destrucción que provocó aquel maremoto y su consiguiente tsunami que ha sido calificado como el más fuerte de los padecidos en aquella zona hasta el terremoto de Arica en 1868.

Ante el desolador panorama, muchos pensaron recoger las escasas pertenencias que aún conservaban y marcharse de aquella ciudad en ruinas. Los olores de la podredumbre, la insalubridad de las aguas de los pozos y la escasez de alimentos la hacían inhabitable. Fue entonces cuando entró en liza el hombre a quien se dedica este artículo, porque el virrey, lejos de descorazonarse, emprendió de inmediato la ingente tarea de, primero, asistir a los necesitados, atender a los heridos y sepultar a los fallecidos, cosa que no era nada fácil pues entre los escombros aparecían constantemente cuerpos aplastados. Nada más que en el hospital para nativos murieron 60 personas sepultadas por el derrumbe.

El puerto de El Callao había sido arrasado por completo y apenas 200 personas pudieron salvarse, de las casi 5.000 que lo habitaban. De nada habían servido las murallas que se estaban construyendo para proteger a la ciudad de los piratas. La primera gran ola sobrepasó sus apenas cinco metros de altura destruyendo varios paños y dejando la ciudad nuevamente desprotegida.

El empuje personal del virrey, que no se arredró ante la adversidad, tuvo la virtud de infundir ánimos en los limeños que, contagiados por el ardor del gobernante, se pusieron manos a la obra para reconstruir la ciudad. Se tomó gran interés en reconstruir la Catedral Metropolitana y Primada de las Indias, que así se llamaba la de Lima, -en su interior se conserva un cuadro del monarca, retratado ante su fachada-.

Reconstrucción

Tal fue el afán que puso en la obra, que a los pocos años la ciudad y el puerto estaban prácticamente reconstruidos. Su labor no pasó desapercibida, tanto que el rey Fernando VI consideró que era de justicia reconocerle aquella tarea y por Real Cédula de 8 de febrero de 1748 le otorgó el título nobiliario de conde cuyo nombre eligió el propio monarca: conde de Superunda.

No hace falta explicar qué significa, pues parece claro: Súper es grande, enorme y unda es onda u ola: Conde de la Gran Ola.

Aún siguió el virrey gobernando aquellas tierras hasta el año 1761, dejando su impronta como uno de los más activos de todos los virreyes. Creó ciudades y declaró el tabaco artículo estancado, anticipándose a lo que se haría después en España.

Cuando tenía 71 años y se encontraba viejo y cansado, solicitó ser relevado de su cargo y volver a España.

Tras un largo viaje, llegó a Cuba, donde debía esperar a otro navío para hacer la última parte de la travesía. No tuvo suerte en esa etapa porque meses antes, Inglaterra había declarado la guerra a España, lo que traería funestas consecuencias para la Isla de Cuba y para el virrey.

Una poderosa flota al mando del almirante George Pockock se avistó en La Habana la mañana del 6 de junio de 1762. Además del personal de marinería, venían embarcados 14.000 soldados de tropas escogidas al mando del general Augusto Keppel.

En total, 1.000 muertos en el bando español y criollo, contra 1.700 en el bando británico, hablan de la numantina defensa que se hizo, pero que al final resultó inútil.

El conde de Superunda, como militar de mayor graduación en la Isla y aunque se encontraba de paso, fue nombrado gobernador y presidente de la Junta Consultiva de Guerra, debiendo tomar la decisión de pedir tregua ante los males mayores que se avecinaban.

Finalmente, fue hecho prisionero y trasladado a Cádiz, donde fue entregado a la justicia militar, considerándosele responsable de la rendición de la plaza y oprobio a la Corona por las condiciones de la rendición. La sentencia, desproporcionada, estaba dictada antes de celebrarse la vista y el general fue condenado a cien años de suspensión de todo cargo militar y confinado en la ciudad de Granada.

De nada sirvieron sus años de servicio a la patria. De nada su comportamiento heroico durante toda su vida. De nada que, ante la superioridad británica, resistir era sacrificar vidas inútilmente. De nada, tampoco, la forma en la que se había visto obligado a enfrentarse a una responsabilidad que no le correspondía.

Murió en 1767, cuando contaba 79 años, pobre y despreciado, en la ciudad de Priego, Córdoba, a donde se había retirado cuando le liberaron de prisión. Allí, en la iglesia de San Pedro, reposan los restos de un héroe ignorado que consagró toda su vida al servicio de España. Quizás vaya siendo hora de que reciba la atención que se merece, aunque solo sea porque los terremotos están de dramática actualidad.