LA HOJA ROJA

GRANDES SEÑALES HABÍA

El último aviso llegó en forma de 'Titanic' de opereta pero la decadencia vino antes

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Mucho antes de que el mundo fuera como nos dijeron los libros de Historia, las cosas eran sensiblemente más sencillas que ahora. Bastaba con echar mano del oráculo y allí la sibila de turno se encargaba de interpretar las señales que el más allá iba enviando en pequeñas dosis. Que el estornino había volado bajo haciendo alarde de su mal agüero, pues no se salía a conquistar el mundo y santas pascuas; que saltaba el Levante en martes, pues no se fundaba una ciudad hasta el domingo y poco más.

Así, nos cuenta la Biblia que nadie en el Antiguo Testamento se movía si no era con un intérprete al lado, tipo Abrahám, que descubrió soñando que las señales que recibía no eran más que mensajes divinos para toda su descendencia, por los siglos de los siglos y más allá. Después, ya saben, los griegos y romanos mejoraron tanto el sistema de mensajería del más allá que incluso llevaban en sus campañas militares quien les interpretara cualquier signo de victoria o derrota, que los lirios estaban altos, seguían luchando, que la luna se escondía detrás de una montaña, para casa y a conquistar la Galia otro día. Así ha sido siempre, desde el principio de los tiempos. Unos reciben señales, otros las descifran y el mundo sigue girando al antojo de videntes, de confesores, de cuñados, de asesores.. Que se lo digan a Abenámar, moro de la morería que desde la cuna estaba predestinado, o a Moctezuma y los rayos y centellas que vaticinaron la llegada de Hernán Cortés, o a Felipe IV que no ponía un pie en el suelo hasta que su valido no le daba la contraseña, o al zar Nicolás II, entregado en cuerpo y alma a los delirios de Rasputín. Una señal. Porque de señales hemos construido nuestros caminos. Señales que con el tiempo se han convertido en la imagen, en el icono de una época, confundiendo e identificando el todo por una de sus partes, metonímicamente hablando. La caída del imperio romano es Nerón -bueno no, es Peter Ustinov- tocando la lira mientras ardía Roma, la reconquista es la madre de Boabdil echándole la bronca a su retoño por aquello tan provocadoramente incorrecto que no me atrevo ni a decir -no me vaya a salir por ahí un observatorio de género y me cueste un disgusto- El fin de la guerra fría es la caída del muro de Berlín y aquella mañana que cambió para siempre el skyline de Nueva York no es más que el final triste de una historia feliz. Nada volvió a ser lo mismo y el mundo dejó de ser un lugar seguro desde aquel 11 de septiembre del que ahora se cumplen diez años. En fin. Aunque luego nos dio por el raciocinio y por querer una explicación lógica -si es que hay una lógica para los desastres- de las cosas y dejamos a un lado la práctica del oráculo abandonándola al consumo interno y un tanto friki de los que leen -dicen- el tarot. Que te salen una espada y dos monedas «no lleves los cuchillos a Serafín esta semana que te va a cobrar mu caro» decía Rosi, la vidente del Canal Cádiz cuando tiraba las cartas. «Te veo que vives en un sitio con mucha agua» decía, y la voz desesperada que buscaba señales decía «No, si yo vivo en Pasquín», «po entonces es la humedad». Fue así como olvidamos el manual de las predicciones y de la interpretación de las señales. Y fue así como no supimos interpretar lo que significó el cierre de la Fábrica de Tabacos, ni el de Astilleros, ni siquiera el de Delphi -y eso que más claro no podía estar-. Y tampoco supimos interpretar el cierre de Soriano, el de Moral, aun sabiendo que con Moral se iban para siempre los trajes de almirante, el trofeo Carranza y algo más. Creíamos, racional pero ingenuamente, que era un cambio de ciclo, el fin de una época, nos decían. En eso estábamos cuando llegó la última señal en forma de 'Titanic' de opereta, y se nos hundió el vapor en nuestra propia casa. Un hundimiento que nadie quería imaginar por muy achacoso que estuviera el 'Adriano III' porque ya nos habíamos acostumbrado a mirarlo con las gafas de la nostalgia y sólo veíamos a «ese barquito tan pinturero que le dan besitos las olas del mar», y porque esa imagen rancia de remiendos y chapuces cruzando la Bahía era justamente la que mejor nos reflejaba, la del pequeño David escondiéndose de Goliat. Eso, y no otra cosa era la decadencia. Cualquier ciudad costera tiene un barquito. Uno, dos o 200 barquitos turísticos recorriendo sus costas. Posiblemente ninguno tenga su propio pasodoble, ni su propia memoria histórica hecha de retales de sueños marineros, ni un grupo multitudinario de plañideras en Facebook, ni esté considerado BIC, ni las administraciones tengan la menor responsabilidad sobre su gestión. Y seguramente, alguno se hundirá o se averiará y entonces será su propietario quien se encargue de repararlo y de ponerlo nuevamente a punto. Aquí no. Aquí, la empresa que gestiona el barquito lo dice de forma clara: «Nosotros no tenemos dinero para volver a ponerlo a navegar. Si las administraciones están con la idea de repararlo, perfecto». Y las administraciones, por lo visto, han tenido esa gran idea, respaldados incluso por el candidato. Porque es así como nos enseñaron a interpretar las señales. Al menor indicio de que algo va mal, échele la responsabilidad a otro. Libérese de cualquier síntoma de culpabilidad y recuerde, la culpa es suya y por eso puede echársela a quien le venga en gana.

Así que desaparecieron los oráculos, porque los dioses ya no necesitaban comunicarse con nosotros y terminaron por desaparecer. Una lástima, porque entre las cosas que se han perdido y que tanto nos gusta reunir, podríamos incluir una más, el sentido común. Que eso sí que es un bien de interés cultural.