:: ILUSTRACIÓN: JAVIER MUÑOZ
taller de relatos

Marea

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Los rayos de sol que logran filtrarse por la ventana impactan con pesadez en mi nuca. Es mediodía y a través del amarillo apagado que impregna la habitación puedo recordarte sin esfuerzo. Las voces del exterior se me asemejan al constante zumbido de una mosca cuando intento conciliar el sueño, desesperante, indiferente, ajeno, y los recuerdos se me nublan, el presente se me nubla como si no estuviera ahora mismo ahogándome en mis recuerdos en esta sala, como si verdaderamente fuera tu mano la que me está tocando y tu voz, aquella que me habla, con tu tono a medias entre la sorpresa y el desencanto, como si te acabaras de despertar por la mañana, aunque fueran las dos de la tarde y caminaras de mi mano por calle Larios.

Solía admirarte en silencio cuando cerrabas los ojos y levantabas la cabeza, mientras seguías andando, sonriendo débilmente, la luz cayendo sobre tu pelo rojo y tú, lánguida, alcanzabas a mirarme de soslayo como si comprendieras que yo no podía entender el placer que encontrabas en aquello, y me perdonaras.

Tu risa cayendo sobre mí como una melodía. Ahora solo oigo el sonido del ventilador que cuelga del techo, en estas paredes de plata que hacen retumbar tu imagen más de lo que habría sospechado. El calor se pega a mi garganta y me impide respirar, me llevo la mano a la boca y trato de buscar el aire que creo que me dejé en la casa, junto a tu cuerpo inmóvil en la alfombra. Pero no soy capaz de pensar en eso. No ahora ni aquí.

Los objetos de esta sala parecen brillar de una forma extraña, todo en este lugar me resulta diferente de lo que he visto antes, como si su consistencia se hubiera asimilado a la mía, fangosa en el recuerdo y resguardada en una esquina de mi conciencia, a la espera de volver a oler tu pelo recién salido de la ducha, cuando el vaho aún marcaba el camino por el que habías pasado, como una fatalidad. La sensación de tenerte a mi lado y no tenerte jamás, la angustia de saber que ibas a estar pegada a mi ser como una maldición pero que nunca ibas a ser mía de verdad. Un velo oscuro se expande sobre mis ojos, un líquido negro, espeso como el alquitrán, se expande por todos mis músculos cegándome la razón y oigo tu voz de nuevo, como la oí aquella noche. Qué estás haciendo. Sin sorpresa, sin alarma, solo con la entereza de quien está viendo sus últimas imágenes. Pero no me permito pensar en eso. No ahora ni aquí.

Oigo un chasquido y vuelvo a notar el suelo bajo mis pies. Apoyo las manos sobre la mesa y la noto fría en contacto con mi piel ardiendo. Miro hacia todos los lados posibles. Está impoluto. Impoluto y vacío y me pregunto sin prisa cuánto tardará en venir alguien, me pregunto cuánto tiempo llevo ya aquí, a solas con mi memoria y no soy capaz de recordar. Me trajeron sin mucha ceremonia y ahora esperan fuera, hablando sobre mí, sobre lo que han visto, sobre lo que saben y lo que no y miden sus futuras palabras al milímetro. Probablemente hayan observado cada pequeño movimiento de mi cuerpo, mis facciones y se crean que me conocen. Intento visualizar sus caras pero no puedo. Intento recordar cualquier mínimo detalle de lo que ha ocurrido en las últimas horas y soy incapaz.

Es la misma áspera incapacidad que me atormenta cuando intento rememorar la última palabra que te dije, tu último gesto cuando, bañada en un mar rojo, me miraste como si no me estuvieras viendo. Aquella soledad que se apoderó de mis huesos en el mismo momento en el que tus labios se entreabrieron, desprendiéndose de la última gota de aire que poseían y tu belleza blanquecina se me hizo más verdadera que nunca, más dolorosa que nunca.

La puerta se ha abierto bruscamente y la observo tambalearse aún, mientras me escupen palabras en la cara, como si temblara tras la irrupción del policía. El tiempo, que se había extendido de forma desigual durante los segundos que esperé a que entraran, parece haber adquirido ahora una consistencia espesa. Poco a poco voy recobrando la conciencia, la certeza de donde estoy, me noto los dedos de la mano, la tirantez del cuello y los sonidos se van materializando delante de mí: me acusan de asesinato y me piden que declare.

Los gritos. La comisaría. La sensación de haberte perdido mucho antes que ahora. Esbozo una sonrisa melancólica:

No tengo nada que decir.