Francisco Ruiz Miguel y Juan José Padilla, camino de la Puerta Grande del coso sanluqueño. :: F.M.
Sociedad

La alegre frescura de lo clásico

Ruiz Miguel y Padilla salen a hombros con un bravo encierro de Fuente Ymbro

SANLÚCAR. Actualizado: Guardar
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Cerrado el paseíllo, el público estalló en una cerrada ovación en reconocimiento del veterano Ruiz Miguel, al que correspondía así el gesto de contar con la plaza de toros de Sanlúcar como uno de los recintos escogidos para sus contadas y esporádicas vueltas a los ruedos. Un torero que goza con el cariño de la afición por su ejemplar y dilatada trayectoria como matador y cuyas cualidades no parece haber abandonado aún. Tan vareado como al abandonar la profesión, con algo de nieve en su todavía poblada cabellera y con el mismo valor y arrojo de sus mejores tiempos, el torero isleño plantó los pies en el albero para recibir por ajustadas verónicas a sus dos enemigos, en las que ganaba terreno en cada lance con la suerte cargada. Y las abrochaba después con airosas y ceñidas medias que el vuelo de su ligero capote sabía dibujar.

Su primer oponente fue un astado bravo y repetidor, que tomó con encendido celo los dominadores pases por bajo con los que empezó el trasteo. Dio paso enseguida a un pausado toreo en redondo, cuyas series poseyeron el regusto especial de ese asolerado toreo recargado de añejas elegancias. Circulares, circulares invertidos y una sucesión de pases encadenados, constituyeron el feliz epílogo de faena en el que aprovechó las últimas acometidas de un ejemplar absolutamente entregado en su poderosa muleta.. Para poner digno colofón al elevado tono del trasteo, dejó una estocada en todo lo alto tras realizar con suma ortodoxia la suerte del volapié.

El cuarto de la suelta, de menor casta y entrega, presentó una embestida más renuente y dubitativa, con el que se vio obligado a cruzarse al pitón contrario para incitar unas acometidas, que eran luego conducidas por bajo, con pulcritud y parsimonia. El postrero arrimón novilleril de un espada que ya ha vivido sesenta y dos primaveras, terminó por levantar al público de sus asientos. Dos pinchazos y una gran estocada pusieron fin a su labor. Una obra que había aderezado con el fresco sabor que siempre desprende lo clásico y que dejó en el aire ese regusto especial del toreo antiguo y verdadero.

Los lances con los que recibió Finito de Córdoba al segundo de la tarde derramaron garbo y armonía y dejó patente su disposición a mostrar sus cualidades de buen torero. Fue este un toro encastado de noble y repetidora embestida, con el que el cordobés se dobló por bajo con la pierna flexionada y esculpió después tandas de derechazos ligados y templados. Algunos de los cuales resultaron arrebatados y bellos, en los que goteaba la excelsa torería que atesora. A ellos le siguieron rematadas series de naturales, con la franela besando el albero, con la cadencia y el gusto que el fino torero sabe imprimir en sus tardes inspiradas. Pasajes lucidos, aunque expresados de forma más intermitente, brillaron también durante su labor frente al quinto, animal de boyante condición aunque más apagado y pronto venido a menos.

El tercero de la tarde apretaba hacia los adentros y no permitió a Padilla estirarse con el capote. Pero bien se desquitaría con el noble sexto, al que veroniqueó con decisión y al que quitó con la vistosidad de unos faroles. Solvente y certero en banderillas, destacaron unos pares de dentro a fuera y al cuarteo, de extraordinario mérito. Junto al estribo en el tercero, de hinojos en el sexto, los inicios de faena del jerezano poseyeron el arrebato habitual de este ciclón siempre abrasador. Trasteos basados en el toreo en redondo, que adornaba con molinetes, martinetes y postreros desplantes en la cara de la res.