taller de relatos

Hechizos, fascinaciones

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Marie era bailarina, la primera bailarina del Ballet de la Opera de París.

Ella decía que el arte clásico imitaba la naturaleza, y que la danza debía imitar el movimiento de los pájaros, de las ramas de los árboles, de las olas cuando se van acercando a la orilla.

Pero aquella tarde de julio de 1938 hacía tanto calor que las zapatillas le resultaban demasiado pesadas y sudorosas. Se sentía un poco torpe y, sobre todo, veía que aquel día estaba siendo de una extrema dispersión.

Todo lo llevaba apuntado en una libreta con las cubiertas verdes de piel. En la libreta había notas y dibujos puramente técnicos, reflexiones sobre lo que significaba para ella la danza, y algunas entradas de su diario en las que hablaba de él.

Él era Gustav R. y había llegado a esa playa un mes antes, en un tren desde Berlín. Era un día de nubes y humedad extrema, de un calor demasiado denso e irrespirable. Se alquiló un apartamento al fondo del pueblo y se dedicó a bañarse, a hacer amigos y a beber. Había ido allí a descansar. Acababa de concluir una importante investigación médica y quiso estar todo el tiempo de sus vacaciones alejado de Alemania. Era profesor universitario, pero había abandonado la docencia. Eso había dejado correr por el pueblo. Pero no era cierto. Él había ingresado en las juventudes hitlerianas y había hecho carrera en el partido. La medicina la había puesto al servicio del régimen. Aún faltaba algún tiempo para la época más macabra de Himmler, pero la mayoría de la medicina alemana se sentía complacida con el nacionalsocialismo, lo consideraban su redención.

Marie se secó el sudor del rostro y de los brazos con la toalla. Pensó que todos, a esa hora, estarían en el mar. Abrió las puertas que daban al porche. Se preguntó si aún se vería en el horizonte la silueta del portaviones alemán que llevaba varias jornadas haciendo maniobras. Salió al jardín. Se dijo que no era agradable que aquellos militares perturbaran así un sitio de descanso. Ella amaba a Alemania, pero parecía que, en los últimos tiempos, Alemania ya no era el país de la música, de la filosofía, de la poesía sino solo un enorme y gigantesco ejército.

¿Qué es un hombre?, se preguntaba él a menudo. Un hombre es el que ama el orden, la belleza, la disciplina y la patria. ¿Qué es un médico? El que ayuda al hombre a conseguir esos fines. Tenía un aspecto saludable, con ese bronceado muy poco excesivo. El cuerpo musculoso y joven, el cabello moreno, en su cara brillaban unos hermosos ojos verdes. Sentía admiración por las prácticas médicas del doctor Hoben quien, unos años más tarde, se haría famoso inyectando en los campos de concentración fenol y evipan sódico, de aquella manera fría, con un cigarrillo en los labios, tarareando una canción.

La primera noche que ella pasó con él fue de una felicidad sin tregua. Y en aquellos momentos supo que había conocido una experiencia poderosa. Pero a él no le dijo nada. Era un sentimiento demasiado íntimo y no lo podía compartir. Al amanecer se fueron a nadar. Después volvieron a casa. Se despertaron muy tarde. Fue ella quien primero abrió los ojos. Vio un grabado colgado de la pared y no le dio importancia, en realidad casi ni reparó en las figuras que contenía.

Gustav había colgado el grabado de Alberto Durero que el artista alemán había compuesto para el Liber Chronicarum. En él se mostraba un brasero inquisitorial de judíos. Los judíos aparecían con sus ropas habituales y los ojos desorbitados en el momento de ser quemados. Pero era un grabado festivo, festivo para el pueblo alemán. Así lo había sido siempre: en 1298 en Wurtzburg , en 1348 por todos los territorios germanos, en 1492 en Bratislava, Passau, Ratisbona. Contenía esa idea de la exterminación en masa, no de un individuo que transige la ley, sino de hacer desparecer un error de la historia humana.

Marie lo esperaba cada tarde con la punta de los dedos de los pies doloridos, después de tantas horas de ensayo. El Mercedes aparecía delante de la puerta. Ella sabía que lo que sentía por él era una especie de hechizo, de fascinación. En cualquier caso, nunca hablaban de lo que sería de ellos, de ellos juntos. Ella hablaba de que Giselle se representaría en otoño y que sería recibida con expectación. Se imaginaba la crítica en los periódicos y las colas en la calle frente a la taquilla. Él hablaba de continuar con sus investigaciones o dejarlo todo y pasar desapercibido. En cualquier caso habían acordado no decirse cuándo se marcharían. Pensaban que era mejor así.

El primero en marcharse fue él. Cogió un tren y atravesó Europa. Lo hizo de noche para evitar que alguien lo viera, que lo viera ella. En el viaje pensó que no se iba acercando a Alemania sino a su futuro y que ese futuro estaba lleno de grandes acontecimientos, de grandes cambios, de grandes convulsiones y de grandes sacrificios. Durante los meses siguientes se metió de lleno en la medicina para hacer de los alemanes un pueblo sano y feliz. Pero un día hizo crack y se hundió. Estuvo en tratamiento de psicoterapia con un experto en el tema, simpatizante del régimen, Carl Jung. Pero ni siquiera el tratamiento de Jung pudo mantenerlo sereno. Fue ingresado en una casa de reposo cerca de Hamburgo. Después de las navidades sus padres lograron devolverlo a casa. Sospechaban que los médicos del sanatorio estaban experimentando con su hijo. A los pocos días se escapó. Después vino la guerra, el movimiento de hombres, las muertes y nunca más volvieron a saber de él.

Ella, sin embargo, triunfó. La crítica alabó entusiasmada su virtuosismo. Un joven escritor llamado Jean Paul Sartre escribió un artículo titulado 'El principio de esperanza'. Las representaciones duraron hasta la primavera con ese continuado éxito que le otorgan los espectadores cuando creen que están ante un suceso memorable. En ese tiempo ella tuvo de amante a un periodista norteamericano con el que aparecía fotografiada en la sección de sociedad de algunos diarios. Un ejemplar de uno de esos diarios fue leído por él en la frontera austríaca. Las SS le habían cambiado el nombre, le habían dado una nueva identidad, el pelo y la barba hacían que su rostro fuera irreconocible. La miró largo rato en la fotografía, se preguntó cuándo ocurren las cosas, en qué momento llega algo poderoso y lo trastoca todo. Hasta qué punto un hombre debe ser leal a sus sentimientos. Aquel mismo día tuvo el visto bueno para ir como integrante de los servicios de inteligencia alemanes a París. Todavía pasaría algún tiempo para que se diera cuenta quién era realmente ella, para que empezara a investigar qué había ocurrido realmente en aquel pueblo de la costa italiana.