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Richard Black, el Quijote de California

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No todos los cabelleras rubias vinieron a desembarcar de las fragatas que mascaban la muerte, con el pelo rapado y los uniformes color camaleón. Ni sobrevolaron Cádiz cargados de guantánamos hacia lugares donde muere el estado de derecho. Ni invadieron playas familiares, ni hurtaron los huertos, el melón y la calabaza de Rafael Alberti.

Algunos llegaron hasta esta orilla por derecho, como hizo Richard Black hace doce años en un barco velero. Era tan alto que le llaman El Quijote. El mote se lo puso el Agujetas, que es amigo suyo, al verlo como una jirafa capaz de tocar la guitarra y templarse por soleares en esas reuniones raras donde todavía hay gente que se parte la camisa.

Ayer mismo, a la tarde, volvió a tocar en solitario o en compañía de otros: ayer lo hizo en las bodegas Bahía de Sevilla con un cantaor banderillero que se llama Paco Peña, que es de Ecija pero que vive el mar en Chipiona. Allí estaba él, tan larguirucho como cuando hace un cuarto de siglo descubrió España y hace medio el flamenco al otro lado del mundo, en California, por la parte de Santa Bárbara, que es donde dice que todavía queda su casa.

A lo visto, visto, está claro que él cree más en Diego del Gastor que en Barack Obama y Georges Bush juntos, si es que alguien fuera capaz de juntarles. Nunca conoció a Donn Pohren, que llegó a Morón con la US Air Force y terminó llenando de jipis con sabor a flamenco ese pueblo de Sevilla que merecería ser de Cádiz. Sin embargo, asegura que en las páginas inglesas de sus libros, descubrió un flamenco distinto al del tópico gringo, donde la guitarra no era sólo el corazón solista de Sabicas sino una fiesta, un marasmo, un tsunami de toques, cantes, percusión y baile y lo que fuera.

Richard Black sólo ha invadido las playas del compás. Y lejos de colonizarnos con costumbres de otro mundo, llegó hasta aquí con ganas de que un sabor añejo colonizara su vida. Ahora cabalga a menudo con ese cantaor con pinta de indio Cochise que estuvo casado con una yanqui antes de casarse con una japonesa. Y ambos, a solas o también en compañía de otros, ensayan a menudo una vieja ceremonia con piel que se renueva. El flamenco fue de la humanidad mucho antes de que la Unesco así lo reconociera. Y Richard Black es gaditano y flamenco sin salvoconducto, pedigrí ni pureza de sangre. Tiene labios largos de catar jamón y manzanilla, pero un ritmo en la sangre que nunca se dejó vencer por el Séptimo de Caballería.

El es un piel roja del flamenco y vive entre nosotros, lejos de las cuatro paredes de cualquier reserva. A la Sexta Flota habrá que seguir diciéndole yanqui go home, aunque nunca nos hagan caso. Pero a Richard Black no hará falta rogarle que se quede porque está en su casa. Eso sí, sería conveniente firmar con él un acuerdo de cooperación. Para que nos conceda el uso conjunto de sus misiles de pasión hacia un arte que supuestamente, solo supuestamente, debiera ser fieramente nuestro. Pero al que suelen respetar más los extraños que los propios.