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67 tacos

Cuando se fijó la jubilación en los 65 años, la esperanza de vida de los españoles era de 55

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En el siglo pasado, cuando se fijó la edad de jubilación en sesenta y cinco años, la media de esperanza de vida para los españoles rondaba los 55. Los chicos se quedaban huérfanos muy temprano y se hacían adultos en seguida, cuando estrenaban pantalón largo si no se habían rendido antes al sarampión. Muchos iban camino del cementerio con los ojos cerrados por el párroco cuando se acercaban a lo que ahora llamamos «mediana edad» atacados por las fiebres tifoideas, la tuberculosis, la pulmonía, la gripe, la viruela. O, simplemente, se morían «del riñón», «del hígado o «del estómago» sin más detalles que añadir a la esquela familiar. El alzheimer no era una enfermedad sino una demencia senil de quien con las primeras canas «se le iba la cabeza». La mayoría de los pacientes operados «a corazón abierto» en aquellos quirófanos de hule rescatados de los hospitales de campaña no llegaban a cicatrizar los costurones cosidos a toda prisa. Y a los médicos el pueblo llano los llamaba «matasanos». Así que un jubilado saludable paseando al sol de la mañana por la calle principal era un acontecimiento. Cobrar una pensión y poder disfrutar de la holganza diaria en el casino, un milagro. Y los que rebasaban la crítica frontera de los sesenta y cinco o ya eran rentistas de antemano o quizás honorables profesores, catedráticos y jueces de vida reposada y mejor alimentación. Miles de autónomos seguían trabajando ajenos a las mieles del retiro despachando tras aquellos mostradores de madera en las tiendas de ultramarinos con su guardapolvos desteñido, sus pelos canosos emergiendo por doquier y arrastrando las zapatillas obligados por el óxido de las rótulas machacadas.

Décadas más tarde, con el espejismo de los nuevos ricos, la Telefónica, algunos bancos y grandes empresas mandaron a casa con un buen fajo de billetes en el bolso a «chavales» de cuarenta y ocho años rebosantes de salud. Adelgazaban las plantillas, se libraban de nóminas engrosadas de trienios y a los ejecutivos ambiciosos les cuadraban las cuentas sin más esfuerzo que abrir la puerta de la calle. Pero los jardines se llenaban de hombres como castillos sin otra cosa que fumar Ducados esperando la hora del vermout. Tenían la vida resuelta pero la vida no era otra cosa que entretener las horas. Unos optaron por correr como poseídos por los parques huyendo de la rutina del parado de lujo, otros se matriculaban en la universidad o en las agencias de viaje fuera de temporada. Unos se hicieron expertos en enología de taberna; otros en culebrones sudamericanos. Ahora el horizonte donde se encuentran el sueño mediterráneo, el cuerpo saludable, la pensión consoladora se fijará en 67 «tacos». Tan cerca y tan lejos de la esperanza de vida, de la artrosis, de la vejez, del desamparo, del final.