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Nuevas generaciones

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Para perdonar a alguien, según la cristiana recomendación de César Vallejo, basta recordar que tiene un certificado que prueba que nació muy pequeñito. El amor por la gente que hemos traído al mundo, que es una finca manifiestamente mejorable y con demasiados amos, no es mérito, sino pura fisiología, o sea, algo que pertenece a todos los seres orgánicos. Una ley que cumplen gustosamente las demás especies animales, quizá salvo la hiena, que por eso se ríe. ¿Cuántos adolescentes hay entre las llamadas nuevas generaciones donde abundan los degenerados? Quienes llevan la cuenta aseguran que sólo en Madrid hay doscientos menores internados por agredir a sus padres. Eso de corregir a los progenitores usando la violencia, que es una forma delicada de eludir lo que se denomina «pegándoles un par de ostias», es un fenómeno nuevo, cada día menos sorprendente en las comisarías. Los delitos filio-parentales están al desorden del día.

Un pedagogo catalán, sin duda con un cierto margen de exageración, se atrevió a decir a mediados del siglo pasado, que sólo hay una cosa peor que pegarle a un padre, que es pegarle a un hijo. Quienes reprobamos ambos métodos educativos, incluso cuando se emplean en defensa propia, nos quedamos no menos sorprendidos que alarmados al saber que ese comportamiento es cada vez más frecuente. ¿Tiene la culpa la droga o la miseria y el desamor, que también son dos drogas letales? Los sociólogos, que llevan una larga temporada sin dar abasto, creen que influye mucho eso de la falta de jerarquía y de orden, pero lo cierto es que hay muchos jóvenes convencidos de que se está mejor que en el seno familiar en cualquier otra parte. ¿Por qué hablamos de ellos en vez de esos otros muchachos que trabajan por muy poco dinero, o por ninguno, ayudando en Cáritas o en algunas ONG? También ellos forman parte de las nuevas generaciones. No suelen tatuarse, pero se les distingue. Han elegido ser personas.