Opinion

La izquierda sin partido

CATEDRÁTICO DE DERECHO MERCANTIL DE LA UNIVERSIDAD DE CÁDIZ Actualizado: Guardar
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El conjunto de ideas que sustenta lo que hoy solemos considerar «izquierda» es fruto del romanticismo tardío y típico producto suyo. Cuando se gestó, este ideario encarnaba una promesa de felicidad en el marco de una sociedad perfecta que garantizaría la igualdad y la libertad, apoyándose en la colectivización de los medios de producción. El esquema, sin embargo, se levantaba sobre una premisa falsa: la bondad esencial de la naturaleza humana. De ahí vino el empeño de todos los regímenes comunistas por hacer «buenos proletarios» a la fuerza, con los resultados de todos conocidos. Tras la revolución soviética, vistas las atrocidades cometidas por el comunismo en nombre de sus quiméricos postulados, el proyecto izquierdista evoluciona en parte. Surge entonces la llamada «socialdemocracia», con la ambición de incorporar lo mejor del espíritu europeo de la ilustración liberal a los objetivos finales del marxismo y de renunciar a los brutales métodos del «socialismo real».

En el contexto actual, los ciudadanos que se consideran «de izquierdas» encuentran en los países de nuestro entorno organizaciones políticas maduras en las que participar socialmente, pero no ocurre así en España. En nuestro país es cada vez más palpable el número de personas políticamente de izquierdas que no hallan sitio en el espacio creado por los partidos que mayoritariamente dicen defender hoy esta ideología.

Por lo que respecta a Izquierda Unida, y en particular al PCE, su apego inmovilista al marxismo dificulta la participación de los ciudadanos a los que me refiero, dado el carácter extremo de las posturas que esta formación propugna y la presencia destacada en ella de algunos de los más acérrimos enemigos de nuestro sistema político.

Distinto es el caso del PSOE. Su ambigüedad programática y la decidida apuesta por la moderación emprendida desde el Congreso de Suresnes, permitió que muchos lo consideraran la «casa común de la izquierda», un lugar donde hacer posible la convivencia fructífera de tendencias diversas, desde las próximas al marxismo (izquierda socialista), a las cercanas al liberalismo (Boyer, Solchaga, etc.), como efectivamente vino ocurriendo durante los años ochenta y buena parte de los noventa. Pero, ¿y hoy? ¿Sigue el PSOE siendo la casa común de la izquierda? El no es rotundo. Apelar hoy a este título es sólo un acto de mera propaganda. La casa se ha convertido en palacio, y ni es común, ni de izquierdas.

Desde la óptica del ciudadano, varios motivos explican esta situación. En primer lugar, la decadencia deriva del abandono político de la finalidad principal de la izquierda, que es, en palabras de Besteiro, la socialización de la riqueza. Resulta casi imposible encontrar en las dos últimas legislaturas medidas legislativas dirigidas a este propósito, mientras que en sentido contrario sí encontramos ejemplos sangrantes, como la abolición del impuesto sobre el patrimonio, o la subida del IVA.

El PSOE lleva años dedicando su esfuerzo prioritario y sustantivo no a la redistribución de los recursos, sino a causas de dudosa utilidad y de encaje forzado -si no contrario- dentro del ideario esencial de la izquierda. Esto sucede, por ejemplo, con el fomento del nacionalismo identitario (caso del Estatuto catalán), difícilmente compatible con el internacionalismo propio del socialismo. Lo mismo puede decirse de la dócil comprensión que en los últimos tiempos exhibe ante los excesos del islamismo radical (ahí está su política exterior titubeante y pusilánime con Irán). O del vasallaje que rinde a la industria depredadora y abusiva del entretenimiento.

El ciudadano atónito que evalúa estos giros podría seguir largo rato dando ejemplos de incoherencia, pero todos conducen a la misma conclusión y no es necesario alargarse. Comportamientos como los descritos denotan tal precariedad ideológica y tal confusión conceptual, que sólo la fe de la militancia interna puede negarse a verlos como una pérdida valor y de las señas de identidad socialista.

En segundo lugar, la deriva de este partido de referencia para la izquierda española se explica también por el ascenso en su seno de personajes de corte «progre»: gentes sin conciencia de clase que ostentan su lujo reciente sin pudor, que usan el coche -o el avión- oficial y la VISA oro sin prudencia, que para cualquier reunión intrascendente generan facturas descomunales que pagamos todos, gentes que piensan que lo público no es de nadie, que cacarean un talante de cliché y que se suman a cualquier «ismo», por vacuo que sea, con tal de desviar la atención ciudadana de los verdaderos problemas que, como siempre, tienen que ver con la producción y el reparto de la riqueza. Medidas como la «memoria histórica», el aborto adolescente o la designación de responsables políticas decorativas sólo son burdas estrategias para eludir la cruda realidad.

Cuando Felipe González dio un puñetazo encima de la mesa y afirmó, en el 28º Congreso del partido celebrado en 1979, que «Hay que ser socialistas antes que marxistas», propulsó al PSOE convirtiéndolo en un partido de masas y en un proyecto de futuro realista para un porcentaje mayoritario de la sociedad española que, según las encuestas, se considera social-demócrata. Recuperar ese papel, a todas luces perdido, requiere del PSOE un nuevo golpe de timón que reconduzca el debate y aclare que «hay que ser socialistas antes que progres». Más trabajar para crear y repartir la riqueza -no sus migajas-, y menos «alianza de civilizaciones». Más justicia tributaria y menos portadas del Vogue. Más socialismo y menos poses.

Hoy día, sólo la inagotable torpeza y las patéticas corruptelas del partido de la oposición permiten dudar del resultado de las próximas elecciones. Si el PSOE quiere seguir concitando la adhesión mayoritaria de los ciudadanos de izquierdas debe dejarse de eslóganes vacíos, soltar el poncho y la guitarra y coger el pico y la pala. En la actualidad, parece que el único argumento que le queda a este partido para pedir el apoyo de los votantes es «evitar que gobierne el PP». Y es, a todas luces, insuficiente y antidemocrático.