EL PERFIL

ALFONSO CASTRO PÉREZ

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Aunque es cierto que el medio siglo de servicio a los más necesitados ha cambiado el color de sus cabellos y ha disminuido el ritmo de sus andares, también es verdad que Alfonso aún conserva intacta la agudeza, la bondad y la delicadeza de su mirada esperanzada que nos transmite sosiego y serenidad. A pesar de que, durante estos cincuenta años, se han producido profundos cambios en la sociedad y en la Iglesia, este hombre bueno ha permanecido fiel a los principios fundamentales del Evangelio saltando con agilidad las empinadas barreras impuestas por tradiciones anacrónicas y resistiendo con fortaleza las vehementes presiones provenientes de los vientos revolucionarios.

Con su cordial cercanía ha desmentido la tradicional convicción de que el respeto se inspira con poses solemnes y con actitudes hieráticas; con la elocuencia de sus densos silencios ha desenmascarado la vaciedad de los sermones ampulosos; con su comprensión ha desmontado, uno a uno, los falaces argumentos de las doctrinas autoritarias; con su permanente disposición de servicio ha puesto de manifiesto la contradicción de quienes, enarbolando cruces lujosas, exigen honores o admiten reverencias. Su contacto con sus gentes e, incluso, su amplia preparación universitaria le han servido, paradójicamente, para descubrir que la búsqueda ansiosa de éxitos conduce inevitablemente a los triunfos vacíos o desembocan en amargos fracasos. Por eso Alfonso, fuerte y bondadoso, sensible y luchador, se ha limitado a escuchar, a acompañar y a compartir la vida con los más necesitados. Ésta ha sido su manera de transmitirnos los mensajes permanentes del Evangelio y su forma de iluminar los problemas más acuciantes de la actualidad.

Con su silencio, con su modestia, con su discreción y con su sencillez, ha dibujado el perfil más nítido y atractivo del seguidor de Jesús de Nazaret. Los que fijan su atención en sus actitudes están comprobando cómo el contagio es la única manera de mostrar la fuerza de las Bienaventuranzas y cómo, para penetrar en el sentido profundo de palabras tan evangélicas como «agua», «pan» o «vino», sirven más la convivencia con los que tienen hambre y sed que los estudios exegéticos y hermenéuticos. Su testimonio sencillo nos confirma que los contenidos de la fe no se entienden si no percibimos, hacemos y padecemos la realidad de la vida compartiendo el dolor y el bienestar, el sufrimiento y el placer, las alegrías y las tristezas de los hombres y de las mujeres con los que convivimos.