defensa personal

Un mundo tonto

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Desconectado unos días de la realidad –entendiendo por realidad, aquello de lo que hablan los medios de comunicación es decir, la imagen del mundo que proyectan–, al volver a conectarme todo me parece una descomunal competición de tonterías que tienen todas una cosa en común: su abusiva falta de sustancia. Veo que en Corea la multitud llena un estadio de fútbol para ver a unos chavales jugar en pantallas gigantescas a un nuevo videojuego en el que unos héroes hiperrealistas matan a monstruos más hiperrealistas, si es que un monstruo puede de veras ser hiperrealista. La muchedumbre aplaude, se emociona, ovaciona al chaval que consigue matar al monstruo más terrible. Claro que alguien dirá que no otra cosa hace la multitud que llena estadios cuando canta un gol. No digo que no, pero que los videojuegos puedan convertirse en un espectáculo de masas, y se lancen al estrellato los mejores jugadores que han aniquilado sus adolescencias metidos en sus cuevas para alcanzar tal maestría, me deja fuera, antiguo, cavernícola, me presta una sensación de inexistencia que, no voy a decir que no, me sienta muy bien. Pero se trata sólo de un primer contacto con la realidad de la que me desconecté, en seguida viene la realidad en tromba. Por ejemplo con lo sucedido estos días en el Tribunal de la Haya, donde la fiscal que acusa a Charles Taylor de crímenes contra la humanidad, no tuvo mejor ocurrencia que pedir la comparecencia de la modelo Naomi Campbell, a la que unos fulanos enviados por Taylor le regalaron una noche unas pequeñas piedras sucias, que eran diamantes de sangre. La modelo las aceptó y las dio a su vez a la fundación Mandela. Su comparecencia ante el Tribunal, sin embargo, llevó a ese Tribunal a miles de cámaras: esas miles de cámaras deberían haber estado allí ya, pero no, hasta la llegada de Naomi Campbell el proceso contra Taylor no había suscitado más que pequeñas notas de prensa en las que se hablaba de 200.000 muertos, de las masacres en Liberia y Sierra Leona, del reclutamiento de cientos de niños a los que se drogaba a conciencia para convertirlos en máquinas de matar todo lo que se moviera. Por alguna razón todos esos datos no tenían fuerza y empaque suficiente para atraer más que a los especialistas en información internacional. La presencia de Naomi Campbell, a todas luces exagerada, porque si hay que llevar al tribunal a todos los que recibieron algún regalo de Taylor el proceso no acabará nunca, ha tenido el buen efecto de traer al primer plano un juicio necesario contra un criminal ególatra que simboliza el gran mal de África. Pero a qué precio, porque, por mucho que la lista fiscal del caso, pensara que llevar al Tribunal a Naomi Campbell significaría atraer la atención mundial sobre un hecho espantoso, lo cierto es que la presencia de la modelo y sus respuestas («no sabía que eran diamantes, los diamantes son cosas brillantes y pequeñas que vienen en una caja») transfiere una insoportable levedad a lo que fue una sucesión de crímenes, y lo que se ha comentado no es lo atroz y malvado que fue Taylor, sino el traje tan comedido que llevaba la modelo.

Y bueno, por aquí cerca, Michelle Obama. Que estuvo en la playa. Que unos señores vestidos de neopreno se metieron en el agua durante horas para controlar la zona acotada por si la primera dama norteamericana se decidía a mojarse. Se precintó la zona, se rebuscó en los bolsos de los bañistas. Y aunque parezca mentira, un montón de gente se quedó durante horas en los bordes de esa zona acotada por si Michelle Obama se daba un chapuzón: para verla. No sé, me parece muy raro, de veras, que a alguien, y son muchos, se les ocurra pasar el día parados ante una cinta, sólo por la posibilidad de ver a lo lejos la silueta de una persona importante. Sobre todo porque, ya que va a ser impepinable que se va a congregar una multitud, uno puede siempre acudir a la ficción y decir a sus amigos que estuvo allí, en esa multitud: las multitudes tienen eso de bueno, nos permiten mentir, y si lo que nos importa es decir que estuvimos allí ante los conocidos, es fácil decirlo porque nadie nos va a desmentir, tenemos una foto de una multitud en la que podemos señalar cualquier punto para reconocernos. Todo esto me parece, desde luego muy tonto. Estamos en la apoteosis de la tontería. Y supongo que porque soy periodista, me parece que toda la culpa la tenemos nosotros. Tenemos la culpa de dar importancia a cosas que carecen de ella, tenemos la culpa de fomentar la creación de monstruos y de estupidez, tenemos, sobre todo, la inmensa culpa de frivolizarlo todo y de haber transformado una disciplina imprescindible en una cabalgata de payasos, gente importante, minucias insignificantes. Tenemos, en fin, la culpa, de que la presencia de una modelo ante el Tribunal de La Haya, lleva a las cubiertas de los periódicos y los primeros minutos de los informativos, un proceso que debería haber ocupado esos espacios por el simple hecho de que un criminal, durante años, y sin que nadie hiciera nada, abolió a su antojo toda la realidad. Una realidad que es, entre nosotros, un inmenso patio donde reina la tontería.