Rob Krentz, a la derecha, posa junto a su hermano Phil. :: D. Z.
MUNDO

Arizona, la boca del embudo 'narco'

Los traficantes mexicanos se han hecho con el control de la frontera y su violencia alcanza ya a los rancheros

TUCSON. Actualizado: Guardar
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Es la tierra de Pancho Villa, de Ok Corral, de los coyotes y los narcotraficantes. 421 kilómetros de frontera a través de desiertos y quebradas en los que más vale llevar lleno el tanque del todoterreno. Las quijadas de vaca se mezclan con los esqueletos humanos y las pasiones con los odios. Los sueños del medio millón de inmigrantes que entra en Estados Unidos desde México por el sector de Tucson se trenzan con las vidas de los 125.000 habitantes del condado de Cochise, y a veces se convierten en pesadilla.

A Rob Krentz le dispararon desde el suelo con una pistola que probablemente había sido robada a otro ranchero. La Policía encontró su cadáver catorce horas después, junto a su perro moribundo y una hilera de huellas que conducían hacia el límite fronterizo con el vecino del sur. Minutos antes, el ganadero, de 58 años, había pedido por radio ayuda a la patrulla fronteriza para «un ilegal en mal estado». Lo que su asesino no calculó es que al matarle hizo saltar un polvorín de miedos, odios raciales y tensiones acumuladas durante más de una década, desde que Arizona se convirtió en lo que Steve Brophy llama «la boca del embudo». Tres semanas después el Congreso de Arizona aprobó la ley antiinmigración SB1070, espoleado por la sangre del vaquero.

Sus amigos conocían el peligro de esa chispa. Por eso cuando se reunieron en la escuela para discutir soluciones pidieron al sheriff que truncase la presencia de los exaltados más radicales que proponen matar a todos los inmigrantes que encuentren en su propiedad. Son fincas extensas y remotas que llegan hasta la barda, donde los cowboys han cambiado el caballo por el cuatro por cuatro, pero siguen siendo hombres solitarios. Hasta la señal del móvil se pierde en el desierto.

Krentz no llegó a sacar el rifle o la pistola del coche. Su cuerpo, a trece kilómetros de la frontera. Era el primer ranchero asesinado en la zona en más de treinta años, pero también la oda de una muerte anunciada, cantada sin descanso por su esposa, que, no obstante, nunca pensó que se convertiría en la viuda que anunciaba.

Paranoias

Su hermano recorre ahora sus pasos con aprensión. «Tengo que salir solo. No somos suficientes para todo lo que hay que hacer», explicó nervioso Phil Krentz al diario local. «Estoy más paranoico por mi hijo y mi sobrino. Antes sabíamos que los traficantes estaban aquí, ellos iban por su lado y nosotros por el nuestro, pero entonces mataron a Rob y todo saltó a otro nivel».

Era cuestión de tiempo que alguno de ellos se tropezara cara a cara con los más indeseables de la frontera. Del lado meridional la guerra del narcotráfico se ha anotado ya 1.500 muertos en lo que va de año. Del estadounidense, el desierto se ha cobrado 150 vidas, más que el año pasado. Alguien subestimó la determinación de los mexicanos. «Creemos que los cárteles han tomado el control de la zona», explica Brophy. «El negocio de los coyotes era tan rentable que ahora lo dirigen ellos para transportar drogas y seres humanos».

El precio ha pasado de 1.500 dólares (1.100 euros) a 2.500 (1.900) y hasta 7.500 (5.700) dependiendo de lo lejos que lleguen, según el veterinario Gary Thrasher, que tiene tierras a ambos lados. «Los pobres no tienen ese dinero, así que les dan la opción de cargar mochilas de marihuana. Otro coyote va por detrás asegurándose de que no las dejan por ahí tiradas cuando les aprieta el calor y el cansancio». A su regreso, pasan por las fincas aterrorizando a las mujeres y arramplando con lo que les viene en gana. Por el cruce de las señales de radio se sabe que le ponen alias a los ganaderos y vigilan sus pasos.

Le tocó a Krentz, pero otro amigo de Brophy pudo haber sido el primero. Su caballo dio dos brincos sobre unas matas entre los árboles y se alzaron tres rifles AK-47. «¡Las vacas, las vacas! ¡Voy a por las vacas!», gritó el cowboy en español para que no lo mataran. «Y no lo mataron, pero por suerte no más», cuenta el ganadero.

El primero y el último

Brophy, Thrasher y el resto de los rancheros se han propuesto que Krentz no sea el primero, sino el último. «Han dejado este problema en la olla, no sé si por estrategia o por ignorancia, pero ya no lo aguantamos más. No vamos a descansar hasta que se resuelva. Lo que nos retarda es ese barullo de la ley SB1070, que le trastorna a la gente el pensamiento. Necesitamos divorciar el debate de la seguridad en la frontera del migratorio y todo el odio racista».

Hacen un esfuerzo en desmarcarse de los xenófobos, porque saben que esos elementos existen y se han propagado al amparo de la ley y el oportunismo político de quienes explotan el recelo contra los inmigrantes. No son sólo los cuatro neonazis de la frontera que patrullan rifle al hombro en busca de inmigrantes. Lo que le preocupa a Brophy, presidente de la Asociación de Ganaderos, es la gente poderosa que cuenta con mucho apoyo, como el sheriff Joe Arpaio, «un hombre arrogante, pero listo, que está dominado por el odio y el desprecio hacia los de piel oliva. Eso sí que es un gran problema, más que el Ku Klux Klan y los locos sin dientes llenos de tatuajes».

Arpaio es de Massachusetts y la gobernadora Janet Brewer de California. «Aquí nos entendíamos bien hasta que llegaron los emigrantes ésos -y no me refiero a los latinos- con sus ideas racistas», explica Richard Martínez, el abogado de Tucson que representa al policía Martin Escobar en su demanda contra la ley. Hubo un tiempo en el que casi no había vallas en la frontera. Los jornaleros entraban y salían por temporadas. Los ganaderos de ambos lados se devolvían las cabezas de ganado. Los inmigrantes ilegales eran campesinos que conocían los caminos, respetaban a los animales, sabían cómo beber sin romper una tubería, que es la savia del desierto para el ganado, los rancheros les daban comida y a veces hasta los empleaban en sus fincas y los esponsorizaban. «Ahora son gente completamente distinta», dice el veterinario. «No niego que la mayoría venga a trabajar, pero están bajo el control de los 'narcos'», añade Brophy.

El cambio se empezó a ver hace unos ocho años, cuando dos operaciones federales para cerrar el tráfico en los puntos calientes de El Paso y San Diego abocó a los emigrantes hacia el embudo mortal de Arizona. Las patrullas fronterizas han preferido apostarse en los núcleos urbanos de Yuma, Douglas y Nogales y dejar al descubierto las zonas rurales del desierto, tumba de 221 almas el año pasado. Los rancheros encuentran los cadáveres en sus fincas, a menudo devorados por coyotes de verdad.

Saltar la valla y cacería

La política de las patrullas fronterizas es dejarles saltar la valla y empezar la cacería varios kilómetros al interior, para no tener que apostarse como blancos fijos en la frontera, desde donde les tiran piedras y hasta les disparan, sin que puedan devolver el fuego al lado mexicano para no desatar un conflicto.

«Es inhumano dejarles cruzar y perseguirles por el desierto como animales hasta que caigan agotados», se asquea el veterinario. «Algunos coyotes les dan metanfetaminas para que aguanten la carrera y con la deshidratación del sol y las drogas un día se caen muertos, pero para entonces ya han pasado por nuestras tierras. Lo que queremos es que patrullen la línea y los paren ahí, para que no sufran ni ellos ni nosotros». La barda, a medio hacer, empieza ya a ser conocida como la Gran Muralla Mexicana, y cuanto más diques se le ponen a la marea humana, más explosiva parece ser la situación. Isabel García, de la Coalición de Derechos Humanos de Tucson, opina que antes «nadie necesitaba un coyote, pero ahora no tienen otra. Hagan lo que hagan van a seguir viniendo». Por eso algunos piensan que la solución está en el otro lado.

Brophy recuerda que en 1916 los hombres de Pancho Villa disparaban a los pies de los gringos para molestarles. Hasta que un día mataron a doce y el presidente Thomas Woodrow Wilson mandó al general John Joseph 'Black Jack' Pershing, que los persiguió hasta Veracruz durante seis meses. «Entonces se calmó todo, pero después de cien años se les ha olvidado la lección», afirma. El ganadero no sugiere una invasión, pero sí «un gesto simbólico» para encontrar cooperación del otro lado «porque lo que hay ahora es la peor solución para todos», sentencia.