Editorial

Irritación catalana

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La selección española de fútbol tiene hoy la oportunidad de lograr la mayor gesta de su historia, nada menos que ganar por primera vez el Campeonato del Mundo. Una proeza al alcance de la mano después de haberse convertido ya, hace dos años, en campeona de Europa con un juego de gran altura que ha sido considerado por expertos y profanos como el mejor que se practica en la actualidad. Hay una gran confianza en que España consiga vencer a Holanda esta noche y hacer realidad el sueño que ha hecho vibrar a casi todo el país. También ha servido para aparcar por unos días la desazón causada por la profunda crisis en que estamos sumidos. Sin embargo, lo ya conseguido por este grupo de deportistas, verdaderos profesionales en las antípodas del divismo en un mundo poblado de galácticos multimillonarios, es ya admirable y merece aplausos y reconocimiento. Si en otra época, nuestro fútbol se caracterizaba por la 'furia española', que acababa reducida a un inútil derroche de fuerza y a un alarde de buena voluntad, ahora brilla por el buen juego, la preparación física, el trabajo en equipo y la imaginación creativa. También en esto ha progresado nuestro país. Un efecto colateral muy destacable del buen papel de nuestra selección en Sudáfrica, tan celebrado aquí, ha sido la normalización del patriotismo, entendido como orgulloso sentimiento de pertenencia y alejado de retóricas pulsiones nacionalistas. Por primera vez en el régimen democrático español, la bandera se ha lucido profusamente como símbolo integrador, como elemento de cohesión y fraternidad, sin agresividad alguna. En todas las comunidades autónomas, aun en las más enceladas en sus singularidades históricas, ha sido evidente el masivo seguimiento ilusionado y vehemente de las vicisitudes de nuestra selección a lo largo del campeonato, y así lo atestiguan las audiencias de televisión. Aunque sólo fuera por esto, ya sería meritorio el servicio prestado por nuestro equipo nacional, en el que confraternizan y cooperan jóvenes procedentes de equipos diversos y rivales que mantienen una dura competición en la liga nacional. Probablemente deberían mirarse en este espejo quienes buscan formulaciones retorcidas y alambicadas de la España plural.

Cientos de miles de ciudadanos convocados por unas 1.400 organizaciones y entidades públicas y privadas desbordaron ayer el Paseo de Gracia de Cataluña para defender el nuevo Estatuto y protestar por la sentencia del Tribunal Constitucional que lo recorta, y que fue imprudentemente dada a conocer la víspera de la manifestación. Pese a que el lema que abría la marcha era una reivindicación del derecho a la autodeterminación y a la abundancia de 'esteladas' -banderas independentistas-, la heterogeneidad de los presentes y el tono confuso de la protesta permiten entrever que la manifestación de ayer fue un desahogo airado de una ciudadanía dolorosamente harta de un vidrioso proceso de reforma institucional que dio comienzo nada menos que en 2003 y que en sus postrimerías se ha enmarañado con un enconado proceso electoral en perspectiva. La irritación catalana se hizo ayer muy visible, aunque sin demasiada concreción en las causas ni en los destinatarios. Quizá, en el fondo, el hastío que ha quedado patente en las calles de Barcelona revele sobre todo el deseo de superar este interminable y angustioso episodio para centrar todas las energías en el gran objetivo de salir de la crisis y recuperar la prosperidad perdida.