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Los cultos fuman fútbol

Se desplomó el comunismo, se vaciaron las iglesias y se llenaron los estadios y los bares de pantalla gigante

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Hubo un tiempo en que para ser intelectual había que ser marxista y para ser un buen marxista había que sacrificarse por la revolución. Hablo de hace treinta o cuarenta años: el pleistoceno. Aquel hombre primitivo -el intelectual 'comme il faut' resultaba ser un varón invariablemente- percibía con claridad que el nuevo opio del pueblo era el fútbol. Cada derbi apartaba a las masas de la dialéctica de la historia, cada liga postergaba el advenimiento del hombre nuevo, y cada mundial minaba las bases del internacionalismo proletario. Los espíritus sublimes alcanzaron tal refinamiento en los modos del matonismo intelectual que lograron dejar sentados algunos dogmas respecto al fútbol: apreciarlo como deporte equivalía a situarse del lado de la contrarrevolución; participar del espectáculo constituía un acto de colaboracionismo; disfrutarlo estaba sencillamente prohibido. No se obtendrían las credenciales de intelectual fetén sin mostrar firmeza en el desprecio al fútbol. Y sin embargo, les gustaba.

Remaban en contra de sí mismos con un afán idéntico al de los curas sexuados. Veían los partidos en secreto y vibraban con los goles de su equipo. Tras los espasmos, la carga de la culpa los dejaba hundidos, como a los sacerdotes después de rematar el pecado. Sucumbir al señuelo del balompié equivalía a la nulidad como sujeto revolucionario, del mismo modo que incumplir el voto de castidad evidenciaba lo quebradizo de una vocación religiosa. La mala conciencia, no obstante, nunca hizo desistir de sus sermones ni a los intelectuales ni a los curas. Si acaso, reforzó su aplomo. Desde entonces hasta hoy, ya saben lo que ha pasado: se desplomó el comunismo, se vaciaron las iglesias y se llenaron los estadios y los bares de pantalla gigante. En vista de la inutilidad de seguir advirtiendo al pueblo de que el fútbol es opio, las elites pensantes se han puesto a fumarlo a bocanadas. Ha sido un proceso de lustros culminado en este Mundial. Me alegro por todos ellos, pues vivir en la represión no acarrea nada bueno. Sin embargo, el desmelene de los ex reprimidos siempre tiende al exceso. No es poca cosa decir que la selección nos ha dado ratos de disfrute y emoción, ha jugado bonito y nos ha permitido asociar la idea de España y la de victoria por primera vez en mucho tiempo. Pero tampoco conviene exagerar. No hace falta elevar el fútbol a una de las Bellas Artes ni sublimar el fanatismo de los hinchas hasta convertirlo en la pasión más genuina. Vigilemos, que alguno está a punto de escribir un ladrillo titulado 'El pulpo Paul: tradición y vanguardia'.