Opinion

Once detenidos

La mayor vergüenza profesional para un espía consiste en que lo pillen

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Cae la noche sobre el jardín y un vecino de la urbanización se sirve un trago del vodka que tiene camuflado en una botella de whisky. Con su mechero trucado (ese mechero que también realiza funciones de grabadora, de llave maestra por infrarrojos y de desactivador de alarmas) enciende un cigarrillo de la marca Belomorkanal que disimula en una cajetilla de Marlboro y se asoma a la ventana para contemplar las estrellas y todo cuanto pase por allí, porque él tiene la obligación contractual de estar pendiente de los detalles más insignificantes, de los movimientos más imperceptibles. En su anillo, cuya piedra semipreciosa alberga una microcámara fotográfica de alta precisión, guarda material reciente: fotos de una manifestación de defensores de las ardillas, de una nueva sede de la asociación de los amigos del rifle, de la matrícula del coche privado de un concejal, de un sheriff meando en un callejón. Mañana redactará un informe cifrado sobre un kebab que han abierto al lado de la Oficina de Correos. De repente llaman a la puerta. Abre. «Venimos a detenerle». («¿Por qué?», etcétera.) Y al talego. Hace unos días, el FBI detuvo a 11 espías rusos que llevaban una vida apacible en Estados Unidos, todos ellos integrados entre el vecindario como amables patriotas, americanizados en apariencia hasta la médula, porque poco hubieran adelantado en su cometido profesional de haber salido a la calle con un gorro de astracán o de haber adoptado como mascota a un oso siberiano que respondiera al nombre de Stalin o de Breznev. Supongo que la mayor vergüenza profesional para un espía consiste en que lo pillen, porque es lo mismo que si eres prestidigitador y te ven comprando un conejo en el mercado, pudiendo sacar los que quisieses, y gratis, de tu chistera. El Gobierno ruso ha dicho que estas detenciones le parecen «improcedentes y sin fundamento», que es lo menos que podía decir, y no sería raro que dentro de unos días detuviesen en Rusia a varios espías al servicio de Estados Unidos, lo que propiciaría un tenso canje de prisioneros en plena madrugada, tal vez en algún paso fronterizo de Canadá o de Kazajastán, según. Les confieso que estoy preocupado por la suerte de los espías detenidos. Los espías dan bien en las novelas y en las películas, porque allí pueden hartarse de culminar acciones peligrosas y de soltar frases lapidarias, pero en la vida real me temo que lo tienen más difícil, porque no es lo mismo acabar en una cárcel de cartón piedra que en una cárcel de hormigón, y no me atrevo siquiera a imaginar los motes que les pondrán allí, donde no creo que distingan con exactitud a un espía de un chivato. Sea como sea, y dadas las incertidumbres de nuestro mercado laboral, lo de meterse a espía ruso no representa, en fin, una opción desdeñable. Y no puedo contarles más. Cambio y corto.