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«¿Sexo? Con la edad se hace menos, pero algo se disfruta»

«Como drogadicto, si se me compara con Keith Richards, que se esnifaba hasta las cenizas de su padre, soy lo que un analfabeto funcional a Vargas Llosa», se burla Miguel Ríos

MADRID Actualizado: Guardar
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La vejez, que agarra a algunos tan temprano, es a veces una perseguidora lenta y torpe. A sus 69, Miguel Ríos aún lleva el porte de un Hércules, ese mismo careto de toda la vida, incólume, con su nariz de esfinge egipcia, ese pecho de legionario de Roma a las órdenes de Escipión el Africano y una cantidad insultante de pelo. "Sin embargo, siempre he tenido miedo a morirme", confiesa paradójicamente. Quizás por eso esté como un brazo de mar y no haya terminado como Amy Winehouse o como Keith Richards, zumbado, volado y caído desde un cocotero. Quizás por esa facilidad suya para saber que "cualquier acción conlleva un peligro" lo tengan ustedes en estas páginas, sentado en la mesa de madera de un bar vacío, abriéndose las carnes de la memoria y posando ante la cámara de Alberto Ferreras, que de crío se arrancó un diente de leche que le bailaba porque su madre le había prometido una cinta de Miguel Ríos. Antes del concierto de Guanajuato (México) de 2011, el que iba a ser el último para no convertirse en "la caricatura de sí mismo", se le pasó toda la vida por los ojos. Después, envuelto en toallas para evitar enfriarse con el sudor póstumo de su directo, decidió escribir el libro de la existencia, un ajuste de cuentas con su silencio y los esqueletos que llevan casi toda la vida rascando la puñetera puerta del altillo. Es casi una confesión, "el comienzo del alivio". Se titula 'Cosas que siempre quise contarte' (Planeta) y lo presentó ayer en Madrid.

La estación de Atocha le pareció "gigantesca, inquietante, hostil". Llegaba desde Granada "asustado e indefenso", y disimulaba su "cortedad pueblerina imitando los gestos de los más duchos, los mejor trajeados". Después la vida fue siguiendo su sinuoso camino hasta convertirlo en un gigante del rock, un puntal que apostó por ese ritmo entonces reservado a greñosos y gentes de mal vivir. En esos meandros que tardó un año y medio en dibujar se destapa un personaje llano pero complejísimo, dibujado en mil aristas, como toda persona, mucho más allá del "me lo paso todo por el forro" que se espera de una estrella del rock de su talla y su trayectoria. Cualquiera (también los que pasan por la calle y se asoman al cristal del Madklyn, el bar de su hija Lua -'Lua, Lua, Lua es dinamita'-, en Malasaña), cualquiera lleva en el pecho un siete, como un pozo insondable. Cada uno el suyo. A él se le abrió el socavón en 1972, cuando después de varios días en la Dirección General de Seguridad de la Puerta del Sol, acusado de fumar marihuana, "torturado psicológicamente", arrojado en el suelo "de un calabozo medieval" bajo "una bombilla llena de mierda", se vino abajo y firmó un papel con tres nombres de amigos que habían fumado con él. "Durante años ha estado delante de mí la imagen de cuando me rendí, el dolor físico de ver que me quebraba. Nunca dejé atrás el sabor de la delación forzada".

-¿Se sigue sintiendo culpable?

-Me pesó mucho siempre. Para ser rockero tienes que estar entero, ser un tipo que tira 'p'adelante'. Pero yo me sentía como si hubiera robado un banco y fuera de los que gritan 'que cuelguen al ladrón'. En el fin de la culpa está la confesión.

-¿Hubiera sido todo diferente?

-Pasar sin gloria por la cárcel es una mierda. Hubiera sido un tío distinto, quizás un tío acojonante&hellip Ahora soy solo un tío.

-Del trío de sexo, drogas y rock&roll, ¿qué le queda?

-Confesar que no follo sería terrible. Con la edad se hace menos, pero algo se disfruta. Como drogadicto, si se me compara con Keith Richards, que como sabemos se esnifó las cenizas de su padre, soy lo que un analfabeto funcional a Mario Vargas Llosa. Pero si no se hacen comparaciones, diré que ha estado bien.

Las mujeres

Uno de los primeros porros se lo fumó en la cárcel y el último, en 2008, en la sala de espera de la Warner, terminó con el Samur atendiéndole. "Ves encima de ti a esos tipos con los chalecos reflectantes diciéndote 'Miguel, está todo bien' y es chocante. Esa luz que flota encima de ti es como del purgatorio. Entré y salí de las drogas con mal pie".

Las mujeres fueron otra cosa. Hubo dos en su vida, sin contar a la madre y a Lua. Una, la primera, que trajo al mundo a su hija; la segunda, Regina, a la que le dedica el libro. Por su relato aparecen escarceos amatorios de cierta suculencia literaria, desde la asombrosa vecina casada de su casa de La Cartuja, en Granada, que tenía los dientes de sierra y que cruzaba y descruzaba las piernas de esa manera que Miguel creía que era como lo hacían las chicas de Barcelona. Y las dos guineanas que se llevaron a la casa de su amigo Giovanni en Goya, que yacían en sus camas cuando le avisaron "Miguel, está tu madre en el descansillo"; y que reconvirtieron en el personal de la limpieza, con uniforme y saludo de respeto: "Buenos días, señor Mike". Y su madre alabándole el gusto de aquella casa "tan bien 'costeá'".

-¿Quién era esa mujer que después llegó a ministra?

-Me gustaría ser como Dominguín, que salió a contar a todos lo de Ava Gardner, pero no lo soy.

Hermano de siete en una familia en la que se daba la vuelta a las chaquetas del padre, su recorrido es un maratón artístico. Comienza el día en que, muerto su padre y cuando más hacía falta su sueldo de 'Desastres Ríos', aprendiz en Almacenes Olmedo, salió de Granada con una maleta y llegó a Madrid a grabar un disco, a comerse el mundo o lo que quisieran buenamente servirle. Desde los amigos de juventud y su 'mala follá' preguntándole dónde demonios está tu disco hasta el megaconcierto de la plaza del Zócalo en México, con ese gentío horadándole los espacios del pecho. Desde las confesiones de ahora en una gran editorial hasta las cartas que entonces mandaba a su cuñado Antonio, llenas de diosmediantes, en las que se retrataba un embustero que decía que las cosas iban bien. O mejor.

-En ese tránsito vital siempre le persiguió un fantasma. ¿Cuál era?

-Que siempre me tomaran como yo era. Hay un miedo a que me confundan, a que no me entiendan, a que no se represente la imagen que yo quiero proyectar.

-¿Lee todo lo que se dice sobre usted?

-No, para nada. Ahora tengo tendencia a leer los comentarios de las noticias.

-¿Y bien?

-Podría ponerse en el frontispicio aquello de Dante: 'Abandonad toda esperanza'. Parece el fin de la humanidad.

-Dice que se hizo estrella por el qué dirán.

-Aunque arrugado, sigo siendo narciso. Los rockeros nos creemos los reyes del mambo.

-¿Tiene miedo al qué dirán del libro?

-La gente que me odia no necesita esto para ponerme a parir.

-Algunos creen que no tiene derecho a jubilarse.

-No me jubilo del todo. El día 25 canto en Móstoles con Jorge Salem a favor de un banco de alimentos.

Su conversación de temática dispersa es extremadamente precisa en las palabras. Las elige como escoge los cacahuetes que toma del platillo. "La nostalgia es una pérdida de tiempo". Pide una caña a Lua y asegura que el libro lo ha escrito él solito, no sin esfuerzo, durante un año y medio en su casa de Madrid, cerca del Bernabéu, en Granada y en Málaga. Si se retira la pátina deslumbrante con que lo mira la gente ("¡Wow, es Ríos!"), se ve a un gigante sencillo. Sin alharacas de rockero que ha estado 'tirao', ni postureo sinvergüenza. Ni se cambia la sangre ni duerme en una burbuja y acepta su carencia con una naturalidad clarísima, casi dulce. Hasta confiesa que sigue haciendo deporte y que acaba de bajarse de la elíptica. Como Sabina, como Serrat, solo que él lo cuenta sin sonrojo.

-¿Cómo se hace uno mayor sin contradecirse?

-Solo se contradicen los genios y yo ya hace tiempo que me di cuenta de que no soy un genio.