CASA REAL

Días de sol y 'Fortuna'

Los yates reales, obsesión de los 'paparazzi' en los veranos mallorquines, han servido de escenario para extraños encuentros y fotos explosivas

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Estamos ante el final de una dinastía. Porque no ha habido un solo 'Fortuna', sino tres, que se han sucedido para mantener su nombre y su fama durante medio siglo casi justo. El primero, el más discreto, fue un velero de clase Dragón, regalo de bodas de Sofía de Grecia a su marido, Juan Carlos: con él, el entonces Príncipe de España llegó a competir en los Juegos Olímpicos de 1972, donde quedó decimoquinto. Después vendría otro obsequio más aparatoso, construido en Estados Unidos y pagado en petrodólares. Era el segundo 'Fortuna', un detalle del rey saudí Fahd, que debió de considerar una bonita baratija aquel yate con tecnología punta. Y, finalmente, en el año 2000 comenzó el reinado del tercer 'Fortuna': en este caso, quienes apoquinaron la cuenta de 21 millones de euros fueron un grupo de empresarios baleares y el propio Gobierno de las islas, que querían amarrar la presencia de la Familia Real en Marivent, con su eco internacional en forma de fotos satinadas.

Pero, como sucede en las mejores familias, había llegado la decadencia. Corren malos tiempos y el tercer 'Fortuna' había salido un poco manirroto: estos días, se repiten una y otra vez cifras de escándalo, como los 1,8 millones de mantenimiento anual o los 25.000 euros que cuesta llenar los depósitos de combustible. La renuncia del Rey a seguir utilizando el yate, cuya propiedad siempre ha correspondido a Patrimonio Nacional, ha llegado tras varios años en los que el 'Fortuna' se había vuelto un espectro casi invisible, un molesto fantasma de las vacaciones pasadas. Con un monarca achacoso y un Príncipe que no parece sentir la devoción de sus padres por el verano mallorquín, el imponente barco languidecía en un hangar industrial, sin cumplir ese objetivo de lucirse que es propio de los de su clase. La Familia Real hacía profesión de austeridad utilizando la lancha 'Somni', de proporciones y costes mucho más modestos, y la función representativa del yate, como sede para recibir a autoridades extranjeras y practicar un poco de diplomacia en bermudas, se había abandonado por completo. Ya ni siquiera estaba el patrón de siempre, Richard Cross, un íntimo del Rey que falleció de cáncer en 2008, tras 36 años de servicio.

La era dorada, cuando los 'paparazzi' más intrépidos llegaban a facturar más de cien reportajes en los tres meses de verano, correspondió sobre todo al segundo 'Fortuna' y tuvo un periodo clave en la segunda mitad de los 80, con las cuatro visitas en cinco años de Carlos de Inglaterra y Lady Di. Junto a ellos aterrizaron en la isla los reporteros de los tabloides, una tropa brusca y atrabiliaria que sembraba el caos en los posados oficiales y se lanzaba a temerarias persecuciones en lancha. Las primeras imágenes de Diana en biquini se tomaron a bordo del 'Fortuna' -la princesa llegaba siempre sedienta de sol y adoptaba rutinas de lagartija, mientras su marido se dedicaba a leer, más alejado a medida que pasaban los años- y dieron lugar a un intenso debate en el Reino Unido, donde escandalizaron a algunos conservadores de espíritu victoriano. Los fotógrafos ingleses se camuflaban como turistas, alquilaban barcas en el puerto y utilizaban escáneres para escuchar a los escoltas, y sus colegas españoles decidieron no quedarse a la zaga. Un resultado de aquellas estrategias fue que, ya para siempre, se endureció el dispositivo de seguridad: la excursión clásica del 'Fortuna' a la isla de Cabrera se acabó convirtiendo en una maniobra vigilada por dos lanchas de la Guardia Civil, como mínimo.

Aquel segundo 'Fortuna' tenía fama de averiarse con asombrosa frecuencia, y Carlos de Inglaterra fue uno de quienes lo sufrieron. En 1988, el heredero del trono británico salió a navegar con el Rey y el Príncipe Felipe: cuando surcaba la bahía de Sóller, el yate sufrió un cortocircuito que inutilizó los mandos y tuvo que ser remolcado por dos pesqueros. Se cuenta que a Carlos no le hizo nada de gracia la experiencia, ni tampoco el incómodo regreso en furgoneta. Ese mismo año, el 'Fortuna' se puso a la venta, pero a La Zarzuela le disgustaron los folletos en dos idiomas con los que se anunciaba el barco -«Palma de desayuno, Saint-Tropez de almuerzo y Montecarlo de cena», prometían- y el proceso se abortó: la Familia Real siguió utilizando el regalo de Fahd con los correspondientes sobresaltos, como cuando en 1995 se incendiaron los motores o cuando, solo unas semanas después, se registró una explosión en una turbina. Aquel verano no ganaron para sustos: en agosto, la Policía arrestó a un comando de ETA que controlaba las entradas y salidas del 'Fortuna' desde un piso de la calle Rafaletas, donde ya tenían preparado el rifle para disparar.

El arroz de Clinton

En su faceta de escenario para encuentros políticos, el momento álgido del 'Fortuna' llegó en 1997. El presidente de Estados Unidos, Bill Clinton, llegó a Mallorca en busca de «belleza, misterio y descanso» y se encontró con José María Aznar, en lo que 'The New Yorker' expuso como una estudiada encerrona del Rey. Según relataba en aquel reportaje el exembajador Richard Gardner, don Juan Carlos invitó a Bill y Hillary a pasar dos días en Baleares, para relajarse en el yate antes de la cumbre de la OTAN en Madrid, pero se cuidó de avisarles de que Aznar y su señora también estarían presentes. Para cuando se enteraron, ya era tarde. «La Casa Blanca me pidió que le dijera a la Casa Real que era mejor si Aznar no acudía», recordaba Gardner, aunque al final se produjo el encuentro y todos navegaron juntos y con buena cara durante cinco horas: se acercaron hasta Dragonera y se detuvieron en Port d'Andratx para zamparse un arroz y un frito mallorquín. «Hemos discutido sobre qué clase de mundo queremos para nuestros hijos», resumió después Clinton. Al Rey, por cierto, le tocó ejercer de intérprete.

El 'Fortuna' deja mil anécdotas, aunque en realidad solo conocemos las de fuera, del mismo modo que hemos visto exclusivamente el exterior del barco. Al televisivo Antonio Montero, uno de aquellos 'paparazzi' que se trabajaban los veranos mallorquines, se le activan los resortes de la memoria en cuanto escucha la mención al yate real. Se acuerda, por ejemplo, de aquella vez que alquiló un 'pedalo' con su mujer para llegar hasta la cala recóndita donde estaba el 'Fortuna', con Carlos y Diana a bordo, pero calcularon mal la distancia y acabaron pidiendo auxilio a una barca: «Dejamos el 'pedalo' a la deriva, aún no lo hemos devuelto, pero acabamos haciendo un reportaje muy bonito de Carlos y los niños». O cuando estaba apostado en una cueva con un compañero, pasó un yate descomunal y levantó una ola que estuvo a punto de ahogarles. O aquella foto que sacó casi a ciegas de «una tía con un pañuelo», solo porque la vio en cubierta del 'Fortuna', para comprobar después que había capturado a la sofisticada y cotizada Farah Diba. O, más recientemente, su odisea para fotografiar a Letizia Ortiz en biquini: se acercó en barca a Cabrera e hizo el último tramo hasta la costa nadando, con su bañador naranja, sus aletas amarillas y una caja estanca en la que guardaba el equipo. Los guardias le multaron por haber pisado una zona protegida, pero acabó ganando el recurso.

Claro que la primera aventura que se le viene a la cabeza es otra: «Me acuerdo, por supuesto, de las fotos que le hice al Rey desnudo. En aquella época gloriosa estábamos siempre persiguiendo al 'Fortuna': en realidad, era 'imperseguible' por pura velocidad, pero hacíamos nuestros cálculos con cartas náuticas. Aquella vez tuve que andar cinco o seis kilómetros por una zona inhóspita hasta llegar al acantilado, y allí me encontré ya a otros dos fotógrafos. Luego aparecieron cuatro más. Tuvimos que turnarnos en una repisa para hacer fotos, y la sorpresa llegó cuando vimos que el Rey estaba desnudo: fue una experiencia insólita, en aquellos tiempos en los que no dejaban sacarles fotos ni tomando una Coca-Cola. Algunos compañeros hasta dudaban si hacerlas o no. Comercialmente no tuvieron ningún sentido, porque algunas revistas no querían ni que se supiese que se las habíamos enseñado, y los carretes se guardaron en el cajón de un abogado». Alguno escapó a ese destino, porque una muestra de esas imágenes acabó publicándose en Italia. «Todos nos sentimos traicionados», afirma Montero, que no puede ocultar cierta añoranza del 'Fortuna' pese a no haber subido a bordo jamás. En vez de los lujosos acabados de cuero y madera de sicomoro, él echará de menos otra cosa que sí conoce bien: «Su estela era inconfundible, un espectáculo. Duraba horas».