RUTA POR EL PACÍFICO VERDE

Con Kerouac por Oregón

En 'El Nido del Cuervo', en pleno Oeste americano, hay que demostrar que tienes más de 21 años aunque acompañes los tacos de pescado congelados con agua en vez de con cerveza

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La carretera que enlaza Eugene con la 101 no es para los que les gusta pisar el acelerador sino para deleitarse con el paisaje. Es el momento de cargar el iPad con toda la música de los 60 y 70 y enchufarlo al estéreo del coche a todo volumen. Janis Joplin, Joan Baez, Jefferson Airplane, The Doors, Creedence Clearwater...Todos siguieron el camino de Oregón por el que había subido desde California en su autobús de colores el escritor Ken Kesey con su comuna de los Merry Pranksters (Los Alegres Bromistas) y el grupo Grateful Dead, dibujando el mapa de la psicodelia hasta su Eugene de la infancia.

Sus fiestas de las ‘Pruebas Ácidas’ se quedaron en los años sesenta y setenta, pero las viejas furgonetas Westfalia que llevan la casa dentro siguen llenando la carretera de la costa. El ‘Further’ (por ‘Further Inquiry’, más exploración), como Kesey bautizó a su famoso autobús tatuado de trippies, con las huellas de Jack Kerouac y Tom Wolfe en su mosaico de la psicodelia, está aparcado desde 1989 en la finca que dejó en Pleasant Hill, a 15 minutos de Eugene, custodiado por la viuda del hombre que voló sobre el nido del cuco y vivió para contarlo hasta en el cine. Michael Douglas triunfó con la versión cinematográfico en Hollywood, que la premió con cinco Oscars, y su padre Kirk Douglas lo hizo antes en Broadway. Kesey elevó así a arte su crítica contra el sistema y el autoritarismo, pero sólo en Eugene se celebra cada año su aniversario.

La lengua de asfalto serpentea a través de la montaña abrazada por las ramas de gigantescos abetos que se dan la mano desde la carretera. Cada vez que se atraviesa uno de estos túneles arbolados la temperatura baja varios grados y uno siente la bocanada helada que emana del bosque. De cuando en cuando dejan paso a praderas de película del Oeste, con lagunas de pasto aterciopelado y juncos mecidos por el viento.

Nadie toca el claxón

La comarcal 129 se engarza con la mítica 101 en Florence y es fácil alucinar con el paisaje sin tener que ponerse de trippi. Esta es la tierra de las caravanas y si por el camino se antoja explorar lagos y cascadas intrincados en las montañas no faltan casas ambulantes de alquiler para compartir las noches con la naturaleza. Por el lado del mar la oferta es alquilar un buggi para repechar por las gigantescas dunas que se disputan la costa con los árboles. El desafío es proporcional a su altura. Detrás de cada una se abre otra mayor hasta formar un desierto de dunas que ahogan los árboles hasta que se pierde la vista.

Cada pueblo costero del camino de Oregón no tiene más de mil o dos mil habitantes, pero los carteles de ‘No Vacancies’ cuelgan de casi todos los moteles. A los turistas se les reconoce porque conducen despacio por la carretera de línea continua, deleitándose en cada recodo cuando la costa se desnuda bajo los acantilados. Nadie toca el claxon, solo hay que esperar al próximo mirador para adelantarles mientras escuchan el chasquidos de las olas contra las rocas. También hay quienes se embelesan al volante y acaban en los matorrales, si tienen suerte. Como esa familia que ahora espera al borde de la carretera a que los bomberos saquen su coche.

En el Oeste el sol se despereza a las cinco de la madrugada y baña de luz la costa hasta las nueve de la noche. Para entonces hemos pasado Coos Bay, el pueblo más grande de la zona, salpicado de aserraderos, y Port Orford, una pequeña aldea que esconde algunas de las mejores vistas y no se las regatea a los visitantes. ‘Ocean View Here’ (vistas del mar aquí), dice en letras gigantescas pintadas en el asfalto. Eso en caso de que se hallan cansado de juguetear con los senderos que entran y salen de la 101, porque la carretera escénica sabe cómo mantener la atención del viajero.

Lo que uno no puede perderse en el Oeste es la puesta de sol, así que a las nueve de la noche toca aparcar frente al mar. Como su nombre indica, el Irish Rusty Lodge es un motel oxidado que sin embargo ofrece chimeneas y vistas al Pacífico. Hay que darse prisa, porque cuando el astro desaparece del cielo cierran los restaurantes, que esto no es Marbella sino el plácido Oregón de los hippies.

Al ayuntamiento de Gold Beach le ha dado hoy por pavimentar las calles del muelle donde se alinean los pocos restaurantes de pescado. ‘Cerrado hasta que acabe la pavimentación’, dicen los carteles. Y así es como acabamos en ‘El Nido del Cuervo’, en uno de los callejones del puerto «donde se esconden todos los locos», anuncia Lin, la camarera, una vez que ha superado la desconfianza hacia la recién llegada.

"Estás genial cariño"

La primera reacción ha sido: «Oye, bonita, espero que traigas contigo una identificación. ¿Tienes más de 21 años?», dice con cara de pocos amigos. «41», la tranquilizo. Lin supera la sorpresa con una carcajada sonora que resuena en todo el bar desolado y por si alguien no la ha oído se lo cuenta a los cinco clientes que tiene sentados en la barra. «¿Os podéis creer que le he pedido la identificación y dice que tiene 41? Estás genial, cariño, ¡no tienes ni una arruga!».

El menú se compone de pizza, alitas de pollo y tacos de pescado, que por supuesto son congelados pese a estar junto al mar. Para esta pescetariana que se niega a comer carne y se resiste al trigo es la única opción, junto a un vaso de agua. A Lin le decepciona el pedido, si no hay cerveza no tiene excusa para ver la identificación, pero no le importa, no piensa quedarse con la duda. «¿Me enseñas tu identificación?», más que preguntar casi ordena. La mira del derecho y del revés, no vaya a ser falsificada, y se acaba conformando. «Estás genial, cariño, ¡no tienes ni una arruga! ¿Os podéis creer que tiene 41 años? Viene de Nueva York».

En la pared cuelga una página de periódico en la que el sherif ha publicado los retratos del antes y el después de varios adictos a la metanfetamina que han terminado en la cárcel, a ver si así desanima a los incipientes. A alguien le ha llegado tanto al corazón que incluso la ha plastificado. Esta corresponsal la mira con el mismo escrutinio que Lin el carnet de conducir neoyorquino y de pronto le encuentra un ligero parecido con la mujer del periódico en alguna de sus etapas intermedias. «Si quieres evitar las arrugas, bonita, mira lo que te metes en el cuerpo», dan ganas de decir, pero no está el ambiente para chulear. Estos locales no tienen cara de amistosos, aunque los aspavientos de la camarera les hayan dado excusa para interactuar con la forastera.

Kevin, que se mudó a Oregón desde su Montana natal, pide otra pinta de cerveza mientras cuenta que su hijo de 16 años quiere ser profesor de español porque en esa zona no hay ninguno. «Todo el mundo dice ‘BarSelona’ pero él pronuncia ‘BarZelona’», presume exagerando el ceceo. Y luego vienen las preguntas que dejan a esta corresponsal con cara de póquer. «¿Por qué es el portugués tan distinto del español estando al lado? ¿Será porque en España tenéis vascos o por el tiempo que pasaron allí los moros? El francés, el alemán, el italiano... Todos tienen algo de inglés, pero el español ¡me suena como una lengua extranjera, no cojo ni una palabra!», protesta.

Es difícil abordar la conversación desde esos paradigmas, pero no se le puede dejar con la idea de que todas las lenguas europeas menos el español derivan del inglés, así que le hablo de algo que le deja con el ceño fruncido: El latín. Es mejor aprovechar la sorpresa para retirarse, mientras Lin se cepilla el pelo compulsivamente detrás de la barra, víctima de un ataque de inseguridad. «Nacidos para pescar, Obligados a trabajar», reza un cartel.