RELATOS DE VERANO

Un estúpido en Mata Mua

Necesitaba una historia, pero mi cerebro estaba averiado. Como la tripulación del Apolo 13, tenía un problema

VALENCIA Actualizado: Guardar
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Necesitaba una historia, pero mi cerebro estaba averiado. Como la tripulación del Apolo 13, tenía un problema. Eso sí, a ellos se les encendían todas las luces y a mí ninguna. Recurrí a mi armario secreto en busca de inspiración. Lo abrí y extraje mi escalera plegable. La encaré hacia el cielo a través de la ventana y trepé por ella hasta la nube rechoncha y deshilachada donde dormita mi musa. Una señorona bonachona, irónica y borracha que unas veces me recuerda a un verso de Gloria Fuertes y otras, a un poema de Bukowski.

«Maldito estúpido», me espetó al verme. Ya esperaba ese recibimiento. Y sus quejas, y su retahíla de ideas alocadas, y que me recordara que mi cabeza está llena de pájaros. «Ellos te tienen que sacar de este embrollo», refunfuñó. Después fue alterándose, cada vez más, hasta que con uno de sus fuertes alaridos acabé expulsado al vacío. Fue entonces cuando aparecieron esos pájaros que anidan en mi cerebro. En concreto, una bandada de gansos que me recogió en plena caída.

Me sentía Nils Holgersson volando entre las estrellas hacia ningún lugar. O eso creía porque, al amanecer, quedé maravillado ante el espectáculo que me rodeaba. «¡Es el Himalaya!», grité entusiasmado. «Calla estúpido», me recriminaron todos los gansos a una. Era grandioso. Hasta me pareció reconocer el alma de Edmund Hillary. Sin embargo, todo el encanto se hizo añicos cuando una furiosa corriente de aire nos elevó de forma brusca más allá de los 8.000 metros. Un remolino de viento me lanzó hacia la nada y fui revoloteando de forma vertiginosa hasta caer, juro que no comprendo cómo, en las frías aguas del océano.

Cuando estaba casi desvanecido en el fondo del mar, vi a dos buzos que venían a rescatarme. Me llevaron hasta el portaaviones USS Saratoga. La contralmirante Tysson me hizo el boca a boca. Por unos instantes comprendí qué era aquello del amor. Pero fue solo eso, un instante, porque al volver en mí descubrí que en realidad estaba en la cubierta de una goleta. Allí me esperaba, con cara de perro, el mismísimo Barbanegra.

Me escupió delante de sus bucaneros y, apretando el filo de su navaja sobre mi cuello, me preguntó: «¿Qué haces aquí, estúpido?». Le dije que todo era una equivocación, que yo era un humilde escritor del siglo XXI y que a él le iban a decapitar. Creo que no le gustó la historia porque me colgó de un mástil, hizo que me balancearan y me tirotearan, y acabó lanzándome por la borda para que fuera devorado por los tiburones. Finalmente fue una enorme ballena azul la que decidió engullirme. Aunque parezca increíble, la misma que se tragó a Jonás cuando iba rumbo a Tarsis. Acabó vomitándome con tal vigor que desperté varias lunas después sobre una playa gris que parecía sepultada por las cenizas de un volcán. «Estoy en Marte», pensé. El sol era rojo como el vino, decenas de conejos sin orejas correteaban por mis pies y avestruces desplumadas se abalanzaban sobre mi vociferando en japonés: «Fukushima, Fukushima».

Corrí todo lo que pude. Cuarenta días y cuarenta noches. Iba tan rápido que al príncipe de los demonios no le dio tiempo ni a tentarme. Cuando estaba a punto de desfallecer, me di de bruces con un indígena. ¿Te llamas Viernes?, le pregunté con la respiración entrecortada. «¡Hombre, tú eres el estúpido que va buscando una historia que contar!», escuché detrás de mí. Un señor de largas barbas me miraba sonriente. «¿Robinson?», le insinué. «Gauguin, Paul Gauguin», me corrigió. Había llegado al paraíso. Ese mundo maravilloso que el pintor francés recreó una y otra vez y en el que soñé con quedarme para siempre. Nos hicimos buenos amigos. Tanto que me ocultó entre las ramas de un inmenso árbol, dispuso a mi alrededor hermosas nativas y empezó a pintarnos. A medida que nos acariciaba con sus pinceles, nos iba inmortalizando. Gauguin tituló el cuadro en mi honor ‘Mata Mua’, que quiere decir «Érase una vez». Ahora mi alma duerme colgada en una de las paredes del Thyssen-Bornemisza.

Me fui entusiasmado a la editorial y les conté mi relato. La historia de un hombre estúpido al que atraparon unos gansos, que luego rescató un portaaviones norteamericano, le amenazó Barbanegra y acabó atrapado en un cuadro de Gauguin. «Es un cuento absurdo», me decían todos entre carcajadas. Esa misma tarde, encargué mi esquela. «En memoria de un estúpido», se leía. Por la noche, volví a sacar mi escalera hacia el cielo, me senté a la vera de mi musa histriónica y esperé a los gansos para irme y no volver jamás. Olía a anís seco y llovían estrellas.