RELATOS DE VERANO

Agujeros negros

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A las 6.45 horas, Paul Wolfowitz consulta su agenda personal. Sentado en el sillón de su titánico despacho del número 1818 de H Street, el presidente del Banco Mundial cumple así con el ritual que cada día a la misma hora realiza si sus compromisos no le obligan a desplazarse fuera de Washington DC.

La agenda personal de Wolfowitz es un modesto cuadernillo de anillas y tapas de cartón donde anota a lápiz sus quehaceres domésticos. El calendario de reuniones, cenas institucionales, firmas protocolarias, viajes y recepciones es cosa de su asistente personal, Lara Boniek, quien a las 7.01 horas informa primero a su jefe de los compromisos de ese día y luego los introduce en la Blackberry plateada que le trae antes de arrancar la jornada. Los 16 minutos que separan su llegada al despacho de la cita con Lara, los aprovecha Wolfowitz para repasar lo relacionado consigo mismo que guarda en esa sencilla libreta.

La hoja encabezada con la fecha de esa jornada está en blanco. O casi. En la última línea aparece anotada con su característica caligrafía una única palabra: zapatos. El presidente del Banco Mundial reconoce que escribió aquel mensaje hace seis meses, porque es exactamente medio año el plazo que se marca para renovar su calzado fiel a la meticulosidad que aplica a todas las esferas de su vida. Relee el mensaje y acto seguido presiona el interfono.

– ¿Sí, míster Wolfowitz? –le responde la señorita Boniek al instante–.

– Anula todas mis citas entre las 9 y las 9.30 y avisa a Heel’s de que tengan todo preparado para esa hora, –le ordena–.

Heel’s es la tienda de confianza de Wolfowitz. Situada en la parte alta de la ciudad, el establecimiento rebosa exclusividad y minimalismo. A su entrada se detiene el coche oficial de Wolfowitz –lunas tintadas, carrocería antibalas, sistema integrado de inhibición de frecuencias– exactamente a las 9.03 horas y, mientras uno de sus escoltas de mandíbulas patibularias le abre la puerta para que descienda del vehículo, del interior de la tienda sale como un resorte el dueño en persona, Norman Joe Heel Jr., que saluda con una leve genuflexión y extiende el brazo invitándole a entrar en la zapatería. Se dirige con paso firme hasta el butacón central y, una vez acomodado, Heel pregunta ceremonioso: «¿Lo acostumbrado, míster Wolfowitz?». Y Wolfowitz asiente.

Un chasquido de dedos y una empleada trae unas cajas que abre reclinada en el suelo, a los pies del cliente. Se trata de dos modelos del número 41 prácticamente idénticos, aunque unos son de color negro mate y los otros presentan un leve brillo.

En todas las ocasiones se ha decantado por el mismo tipo de zapato, algo anodino pero acoplado a los trajes de corte británico que sus responsabilidades le obligan a vestir a diario. El del brillo constituye el único detalle que Wolfowitz deja al azar. Es, más bien, la coartada que le lleva a acercarse periódicamente a la tienda para probarse los mocasines y mostrar que «soy un ciudadano más de la calle con las mismas preocupaciones que cualquier norteamericano», como confesó una vez en una de esas entrevistas que ‘The Wall Street Journal’ publica en su suplemento dominical.

Para decidirse en esta coyuntura, el presidente del Banco Mundial se descalza y procede a probarse uno de los zapatos en el pie izquierdo, el otro en el derecho y comprobar in situ la diferencia. Pero hoy, justo en ese momento, se desencadena una hecatombe. Los cimientos crujen. La tienda entera se paraliza. El propio Norman Joe Heel Jr. no da crédito a lo que ve, pero contiene la respiración manteniendo la compostura a la que la reputación del establecimiento obliga. Y es que, al quitarse los mocasines para calzarse el nuevo par, Wolfowitz deja al descubierto sus calcetines que están presididos por sendos y contundentes agujeros a la altura de ambos pulgares. No se trata de un pequeño desgaste, una costura mal acabada, un enganchón inoportuno. Son dos boquetes. Un par de cráteres. Un agujero en el pie izquierdo simétrico a otro en el derecho que la desnudez y el silencio que inundan la tienda impiden camuflar en modo alguno. El presidente del Banco Mundial, sin embargo, se mantiene impertérrito.

En un arrebato de profesionalidad, el dueño de la zapatería se retira unos metros con una excusa absurda y deja que el líder del Banco Mundial se pruebe los zapatos en solitario cubriendo nuevamente sus pies con sus calcetines perforados. Así procede Wolfowitz, que ajeno a ese detalle que ha estado a punto de precipitar la situación más embarazosa jamás vivida en Heel’s, se calza como ha hecho siempre y, como siempre, recorre unos pasos sobre la moqueta para certificar la calidad del producto y sentenciar: «Me quedaré con los brillantes». «Un acierto, míster Wolfowitz», opina con pomposidad el dueño.

A las 9.25 horas, cumpliendo al milímetro el horario previsto, Wolfowitz se despide de Norman Joe Heel Jr. y éste le garantiza que esa misma tarde le hará llegar el producto elegido a la dirección indicada por Lara Boniek. Los escoltas vuelven a desplegar la parafernalia con la que llegaron, y la comitiva al completo sale zumbando calle arriba. En la soledad del asiento trasero de su vehículo oficial, Wolfowitz consulta la Blackberry comprobando que su próxima cita para hoy es un almuerzo benéfico en el hotel Hilton. Antes de llegar a su destino, saca de la chaqueta la agenda personal y un lapicero afilado. Sobre el cuadernillo donde tiene por costumbre recordarse sus necesidades más íntimas, anota una frase con letritas redondeadas: «Zurcir los calcetines».