fuerte terremoto en murcia

Una ciudad tomada por almas rotas

LORCA Actualizado: Guardar
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Andar por el centro de las calles de Lorca es algo que muchos vecinos y visitantes acostumbran hacer tan sólo en Semana Santa y en algunos eventos deportivos. Hacerlo por otras razones es señal de que algo no está funcionando de acuerdo a la normalidad en la que viven la mayor parte de los días del año. Durante la mañana de ayer, primera después de la trágica tarde en la que el suelo tembló con rabia en dos ocasiones, la imagen de cientos de personas sintiéndose más seguras por el centro de las calzadas que por las aceras sembradas de escombro, dejaba claro que la ciudad del sol atravesaba malos momentos.

A lo largo de lo que constituye la línea medular de la localidad, a cuyos lados se organiza el casco urbano, desde el Barrio de San Antonio hasta la Avenida Europa, el desorden, la confusión, las dudas y la tristeza seguían siendo protagonistas necesarios del drama. Gente asustada cuyo miedo era muy difícil de esconder y en la que hatillos de ropa recuperada apresuradamente de los domicilios, sillas plegables, televisores, mantas y botellas de agua, eran ingredientes comunes del equipaje ligero que casi todos los pequeños grupos transportaban.

Lorca despertaba muy temprano de una larga noche sin descanso deseando que alguien se acercara dibujando una sonrisa y afirmando que sólo se trataba de un mal sueño. No era difícil escuchar preguntas cruzadas en las que las respuestas solían repetirse: «Nosotros bien pero la casa fatal»; «parece que ha pasado un huracán por el piso, es como si le hubieran dado la vuelta». Y así una y otra vez.

¿Qué clase de jueves es ese en el que no se ve a mujeres sonrientes con carros de la compra camino del mercado semanal que cada siete días se ubica en el recinto del Huerto de la Rueda convertido ahora en multitudinario campamento de penas?; ¿qué clase de jueves es ese en el que en las puertas de los bares y cafeterías no hay nadie hablando del partido de la noche anterior, ni niños y padres que llegan tarde al colegio, ni personas mayores que caminan rumbo al centro de día para pasar una jornada de ocio, ni dependientas que suben persianas, ni corrillos de tertulianos en la calle Corredera, ni conductores apresurados rumbo al polígono?; ¿qué clase de jueves? El de ayer, el jueves que acunó una ciudad fantasma.

A cal y canto

Muchos trabajadores tuvieron claro desde que las consecuencias de los temblores fueron evidentes que sería imposible acudir a cumplir con la jornada laboral puesto que la casi totalidad de los comercios del centro y las industrias del polígono de Los Peñones estaban cerrados a cal y canto, y la mayoría con notables desperfectos. Otros se acercaban a hacer una valoración de cuáles podían ser los daños y, en el caso de algunos trabajadores de banca, a mantener en funcionamiento los cajeros automáticos ya que la afluencia de ciudadanos para conseguir dinero era significativa. Finalmente ninguna entidad bancaria abrió sus puertas. El problema de abastecimiento que suponía la falta de comercios abiertos (tan sólo dos panaderías) provocó muchos desplazamientos a las vecinas Águilas y Puerto Lumbreras, y algo parecido ocurrió con la dispensa de medicamentos porque durante algunas horas no hubo servicio de farmacia hasta que la coordinación del dispositivo de emergencias garantizó la venta de los mismos a través de la farmacia de 24 horas.

Aún así, algunas madres que junto a sus hijos habían pasado la noche al raso, encontraron 'El Cielo' abierto en forma de una coqueta confitería de la Corredera cuya dueña, que tan sólo se había acercado a recoger cristales de vasos y botellas rotos, fue incapaz de negarse a las peticiones de un vaso de leche caliente para los más pequeños. «No me he podido negar, ne tenían nada ni podían entrar a su casa. Yo no tengo mucho que ofrecerles porque a mí no me han servido, pero lo que pueda hacer lo haré». Y lo hizo hasta que se agotaron las existencias.

«Vi a mi madre a los lejos»

Miles de historias se pasearon por el centro de todas las calzadas de Lorca. La de María Gázquez, por ejemplo. Es estudiante y vivió en Murcia el terremoto. Consiguió llegar a Lorca pero no encontró a su familia hasta bien entrada la madrugada. «No sabía dónde estaban. Mi casa ya no tenía escaleras y no localizaba a ningún vecino. Me fui a buscar a la Policía y me dijeron que me fuera para el Huerto de la Rueda, pero allí había tanta gente. No puede evitar ponerme a llorar. Un hombre de Cruz Roja me vio y me dijo que no me preocupara, que todo iba a ir bien. Me ayudó y al final vi a mi madre a lo lejos. Estaban bien, aunque mi hermano menor tenía una herida grande en la pierna». O la de Lidia y Susana Fenollós Martínez. Son dos hermanas que no sobrepasan los diez años. Ayer estaban recuperándose de varios arañazos. Como premio a su valentía habían acudido a un quiosco, con su padre, a comprar una chuchería. «Estábamos en clase de música y creíamos que era un ensayo de los que a veces hacemos en el cole, pero la profe nos dijo que era verdad y que saliésemos corriendo. Ahora me da miedo entrar en casa, pero ya me ha dicho mi papá que no va a haber más temblores».

Como ellos, muchos otros vistieron ayer a desgana heridas en brazos, piernas y pies. Restos de cortes, golpes por caída de escayola o de pequeños cascotes. Heridas superficiales, de esas que tienen cura, para las otras, las que produce el miedo, sólo el tiempo puede ser remedio.