literatura

Madres y musas

Un libro descubre a las mujeres que trajeron al mundo a 40 grandes de la pintura

MADRID Actualizado: Guardar
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Dicen que madre no hay más que una, aunque sea la del cordero, y a pesar de que en la Real Academia Española aparezca en primer lugar "hembra que ha parido", cosa que no discutiremos, la palabra promete que es mucho más que ese acto casi circunstancial. Por supuesto no hablaremos aquí de nuestras madres, sino de otras que por el arte de sus hijos se conservan en pinacotecas del mundo entero. No se escandalicen, hablamos sólo de sus retratos, aquellos para los que con paciencia posaron sin percibir sueldo alguno como sí hicieran otras musas.

Rara vez se pintan jóvenes y a menudo aparecen como viudas, como bien señala Juliet Heslewood, autora del libro 'Cuarenta grandes artistas retratan a sus madres' que acaba de publicar la editorial Blume. No es raro, dado que ni los pintores eran tan niños cuando ya empuñaban con arte sus pinceles ni los 40 años de ahora se corresponden con los de antaño. Como buenos hijos, y a pesar del realismo de la mayoría de los rostros pintados -nada idealizados-, los artistas mostraban una tendencia a elevar la escala social de sus madres, algo que casi siempre lograban a través de los ropajes.

Un ejemplo es el del pintor ruso Alexey Venetsianov, que alcanzó una gran popularidad por sus imágenes de campesinos rusos y sus escenas cotidianas en el campo, pero que "retrató a su propia madre luciendo sedas de colores relucientes y el tocado de una mujer que, gracias a su hijo, había alcanzado una posición social más elevada que la que tenía al nacer", señala Heslewood. Durero ya decía que el retrato "conserva el aspecto de la persona después de su muerte" y, por esa eternidad, pintó a su progenitora tan solo unos meses antes de que falleciera, con su rostro enjuto, huesudo, marcado de arrugas y con unos ojos que miran fijos a ninguna parte.

Aunque hayamos dicho que la mayoría, como el pintor alemán, eran realistas, nos encontramos otros retratos en los que cualquier parecido con la realidad es pura coincidencia, afortunadamente. Tal es el caso del 'Retrato de la madre del artista' que Juan Gris pintó en 1912 y en el que, fruto del cubismo, su progenitora se convierte en una bella serie de planos cruzados en tonos marrones y grises. Pero más allá de sus cuadros y de las caras que a ellos se asoman, se esconden unas mujeres que de algún modo influyeron a los que hoy tenemos por genios de la pintura.

Los dos de Arles

Vincent van Gogh y Paul Gauguin, los dos únicos miembros de una comunidad de artistas que "el loco del pelo rojo" quiso crear en Arles, al sur de Francia, coincidieron en pintar a sus madres a partir de unas fotografías. Pero no serían ellos quienes se ciñeran a aquellas imágenes tan grises. Así el primero decidió pintar a Anna Cornelia van Gogh-Carbentus como la veía en su memoria y destacada sobre un fondo verde. Ese mismo año, ella, que no había aparecido hasta entonces en los óleos de su hijo, volvía a estar presente en "Recuerdos del jardín de Etten", del que Van Gogh decía: "El uso deliberado del color, el violeta oscuro teñido con el amarillo limón de las dalias me sugiere la personalidad de mi madre".

Por su parte, Alime Marie-Chazal, hija de la célebre escritora y pensadora feminista Flora Tristán y niña de la que Georges Sand escribió que poseía "el aspecto de un ángel", se convirtió, en el retrato que su hijo Paul le dedicó, en una mujer de labios gruesos y nariz ancha por el deseo del artista de hacer hincapié en su ascendencia peruana. "El día del funeral de su madre, (Paul Cézanne) no pudo ir con la procesión porque tenía que pintar. Y, sin embargo, nadie la quiso más ni lloró su pérdida más que él", recordaba el pintor Émile Bernard.

Elizabeth Aubert, hija de un torero, es la mujer que cose tranquila mientras escucha a su hija Marie en el lienzo "Muchacha al piano". Una mujer que en 1839 dio a luz a sus dos bebés, Paul y Matie, antes de casarse con el padre, Louis-Auguste Cézanne, con quien había mantenido una relación secreta. Una madre que siempre confió en que su hijo tendría éxito a pesar de las dudas de su marido, incapaz de entender que una persona pudiera trabajar con otra intención que no fuera la de hacerse rico. Un fiel apoyo que, junto a su hija, consiguió convencer al esposo de que Paul Cézanne no estaba hecho para las Leyes, sino para estudiar pintura en París.

El mismo apoyo, aunque quizás por diferentes motivos, prestó Adèle Zoë Tapié de Céleyran, condesa de Toulouse Lautrec, a su vástago. Diferentes porque si pensamos en que las dos abuelas del pintor francés eran hermanas caemos en la cuenta de que sus padres eran primos directos, una locura responsable de las serias discapacidades físicas que padeció el pintor de cabarets.

Cuando el matrimonio de Adèle entró en crisis, ella centró toda su atención en la religión y en el cuidado de su hijo Henri quien, no pudiendo practicar otras actividades más deportivas, se centró en la pintura. Aunque los temas que eligió, ese mundo de chicas de vida alegre, no fueron del agrado de su familia, se ve en los retratos que de su madre hizo la especial sensibilidad que hacia ella sentía. "En casi todas las representaciones que hizo de su progenitora, la condesa Adéle aparece con los párpados pesados, mirando hacia abajo. El motivo, en algunos casos, es que posaba mientras leía. Sin embargo, esa expresión se percibe también cuando no la acompaña ningún libro y contribuye a entender su naturaleza sumisa", observa Heslewood.

Fueran como fueran, batalladoras o dóciles, estrictas o tolerantes, todas compartían algo en común: el amor que sus hijos las profesaban, ya que de otro modo quizás jamás hubiéramos conocido sus caras.