VOCES DE LA BAHÍA

Zapear

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Tengo la impresión de que el hábito de zapear -esa manía de cambiar de forma compulsiva el canal del televisor mediante el mando a distancia-, está influyendo de manera intensa en nuestra concepción de la cultura y, sobre todo, en nuestros hábitos de consumo de los bienes culturales. Todos sabemos que a algunos televidentes les resulta imposible dejar tranquilo durante un rato ese pequeño aparato que ahorra movimientos físicos y facilita el cambio permanente de canales. Incapaces de ver una emisión completa, disfrutan haciéndose una idea somera de toda la programación y, así, tienen el convencimiento de que crecen culturalmente cuando, en realidad, lo que hacen es engordar. En esta sociedad del exceso y de la obesidad colosal de información, descuidamos el funcionamiento del metabolismo y, cada vez más, se nos inhibe la capacidad de seleccionar los alimentos, de digerirlos y de retenerlos. El exceso de información que padecemos nos impide, paradójicamente, el aprendizaje, el almacenamiento de conceptos y la asimilación de valores que nos orienten en la búsqueda y en el disfrute de formas de vida más humanas. El actual modo de vivir, cada vez más caprichoso, voraz y sediento de combustible, es incompatible con el aprovechamiento de esos bienes que, aunque están al alcance de nuestras manos, no nos alimentan. En la actualidad se educa, sobre todo, para rechazar el aburrimiento y para evitar el trabajo penoso; se instruye para buscar instrumentos que hagan unas tareas que, anteriormente hacíamos por nosotros mismos. En mi opinión, esa convicción generalizada de que la cultura es una actividad placentera que no exige esfuerzos es una tesis falsa y peligrosa: no es cierto que sólo es diversión inmediata y entretenimiento pasajero. Con la escenificación cotidiana de la transitoriedad universal, nos han persuadido de que la belleza estética de una escultura, de una pintura o de un poema -como ocurre con los bienes de consumo-, sólo proporciona una satisfacción instantánea. No es extraño, por lo tanto, que, arrastrados por el torbellino de las modas cambiantes y presas de una insaciable sed de sensaciones siempre nuevas, nos conformemos con productos destinados al consumo inmediato, preferiblemente de un solo uso, que hemos de eliminar rápidamente y sustituirlos por otros de manera inevitable. No es extraño, por lo tanto, que las páginas culturales de nuestros periódicos, dedicadas exclusivamente a lo nuevo y a lo que está de moda, en sus juicios críticos se olviden del valor estético objetivo, imperecedero o universal.

Muchos de estos comentarios, débiles y superficiales, nos dan la impresión de que, para sus autores, las composiciones que son bellas hoy están destinadas a volverse feas mañana, y de que -en consecuencia-, serán irremisiblemente arrojadas al cubo de la basura. Por eso -como ocurre con los pasajeros de los autobuses turísticos-, privilegian el vistazo sobre la contemplación serena o sobre la lectura reposada. En sus veleidosos, caprichosos y frágiles comentarios críticos, prescinden de la pretensión de validez universal que, tradicionalmente, era considerada como un atributo indispensable de cualquier juicio estético genuino.

Olvidan que la prueba fiable, la última y la definitiva evidencia de la calidad de una obra es su resistencia al paso del tiempo. Para ellos, todas las obras artísticas son performances o happenigs, meros gestos que terminan en el momento en el que los actores deciden dar media vuelta. También para divertirnos y disfrutar -no lo olvidemos-, hemos de trabajar.