EL RAYO VERDE

Fin de curso y vísperas de notas

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La suerte está echada ya para todos los chicos que hace nueve meses, y parece que fue ayer, inauguraban mochila, libros, aula. Estamos en ese fragmento de tiempo mágico en el que todavía es posible que no ocurra lo peor, o sea que aún no han llegado las notas. Crucemos los dedos y disfrutemos mientras dure.

También echan el cierre y respiran hondo, hasta resoplan, los cientos de profesores que, en los distintos niveles, se han esforzado por hacer crecer a sus alumnos «en sabiduría y bondad», como decía la Biblia. Pocas cosas hay mejores, más admirables, más fundamentales en este mundo que un buen maestro. Yo conozco muchos, he tenido esa suerte, y he podido comprobar cómo además de enseñar matemáticas, lengua, cono -esa asignatura que cada año cambia de nombre- o inglés se preocupan por ver a los niños alegres, integrados, bien educados, responsables y trabajadores, que son palabras muy sencillas, obvias, pero muy importantes. Los han seguido en su progreso académico y humano, les han estimulado a interesarse por cosas nuevas, a veces áridas, en desigual competencia con un ambiente que invita sólo a la diversión, y se han llevado a casa alguna preocupación de más por esa causa.

En este mundo que vivimos, en que lo sustancial ha sido sustituido por lo superficial, en que los modernos héroes van a la Academia, pero no a la de Platón, sino a la de Operación Triunfo, los maestros son más necesarios que nunca. Cuando se sientan impotentes, agotados o vencidos han de recordar que la educación y la cultura que ellos imparten son auténticas acciones de resistencia por un mundo más justo y más libre, que en sus aulas se libran batallas esenciales contra la miseria, la ignorancia, la barbarie... No sé si en esta ciudad más que en otras, pero es la que tengo cerca y ya sabemos cómo se reproduce el fenómeno angango, tan desolador. El fracaso escolar, el abandono, el desinterés por los estudios está en el origen de muchos de nuestros males como sociedad. Por tanto, aquí los maestros, la enseñanza, la educación nos hacen más falta que nunca.

Que se lo pregunten a los profesores de Secundaria, por ejemplo, que viven como nadie esta fractura de escala de valores, de conflicto generacional. Es comprensible su desánimo ante esos seres que cada mañana les llegan como surgidos de otro mundo, que les miran con la misma extrañeza, o más, que nosotros a ellos. La perplejidad que muestran, y lo decía un gran maestro, Mariano Peñalver, «es la expresión difusa de su conciencia de encontrarse, al menos durante el tiempo fugaz de la adolescencia y primera juventud, en el punto frágil donde inciden todas las contradicciones de nuestra sociedad». El maestro tiene que hacer ahí un trabajo de alta ingeniería: lograr que autoafirmación, creatividad, autonomía, placer coexistan con sometimiento a la disciplina, encorsetamiento y austeridad.

Sin embargo, no deben perder la esperanza. Esta mañana vi sentado en un portal a un muchacho larguirucho y deslavazado, maravilloso, que leía a Dostoievski en una ajada edición de bolsillo. Él mismo se parecía al escritor ruso, pálido, con barbita y ojeras. Pensé que de estos chicos nunca se habla, pero existen y que seguro que detrás de él está la huella de un buen maestro, que le ha sabido inocular el virus del interés por saber, por ir más allá en la aventura de la vida. Ahí es donde reside el futuro.

lgonzalez@lavozdigital.es