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Beni

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Primavera de 1958, una bonita enfermera trabajaba en el recién terminado Hospital Público de Cádiz. La capital vivía una época dorada; alegre y confiada disfrutaba una inesperada prosperidad que había sobrevenido tras una guerra atroz y sus espantosas secuelas. La vieja ciudad provinciana y decadente se había encontrado de bruces con un siglo XX feliz y bullicioso. Los astilleros producían barcos enormes, y los golpes del metal se fundían con la algarabía de plazas y jardines que hasta hace poco sólo poblaban mujeres enlutadas y niños con el pelo rapado para controlar las plagas. Beni Polo había estudiado en la Universidad de Salamanca y desde hacía poco atendía con mimo, en la sección de traumatología del moderno centro hospitalario, tanto los percances de los trabajadores como los accidentes de los chicos que corrían con sus relucientes motos Lube un paseo marítimo que ya tomaba el aire de las clásicas estaciones del veraneo de la Europa de posguerra.

Por entonces se elevaban dos hermosas torres metálicas de gran altura para cuya construcción habían acudido a la ciudad operarios y técnicos de todas partes, entre ellos algunos italianos. Ante Beni se presentaron dos personas con traje de faena: uno de ellos, bajito y jovial ayudaba al compañero lesionado. La bella enfermera supuso que eran dos de entre los cientos de hombres que arriesgaban sus vidas sobre tan elevados entramados metálicos con precarias medidas de seguridad. Seguramente sintió cómo brillaban los ojos del buen samaritano y acogió con sencilla coquetería la mirada del trabajador. No sabía Benita que ese pequeño gran hombre era el ingeniero Remo Scalla Foglietti, nombrado por el Instituto Nacional de Industria para dirigir la ejecución de las obras. Mientras el herido se repone, Remo le visita y corteja a la muchacha. Así mientras se terminaban las Torres nace una bella historia de amor que quedó grabada en la base de hormigón del mástil de Matagorda. Beni ya nunca se separó de Remo a quien acompañó por todo el mundo y con quien tuvo un hijo, el ingeniero Alberto Scalla, que actualmente reside en Miami y en cuyo despacho cuelga una foto de Segundo y Rosita de la obra que su padre hizo posible.