opinión

¡Ya te digo!

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Es una pesadez opinar. Y muy ordinario. Tanto, que lo puede hacer todo el mundo. Lo que puede hacer cualquiera carece de valor y resulta molesto lucirlo como si fuera particular, único, exclusivo. Si Clint Eastwood tenía razón, las opiniones son como los culos, que todos tenemos uno (no igual, como puede comprobarse en cualquier paseo, pero uno al cabo). Y lo común, lo mundano, las miserias privadas que tenemos todos suponen una pérdida de tiempo, carecen de interés y encanto. De hecho, opinar sólo puede traer complicaciones. Si se hace mucho, así a lo loco, sin pensar en las consecuencias o en los que oyen o leen, lo más que te puede pasar es que te esquiven, por guarro. Que tus familiares, o amigos, o compañeros, paguen las consecuencias. Un poner, que sean descartados para un puesto de trabajo por malolientes conocidos tuyos. Porque las opiniones, en general, apestan. Los saben bien en los partidos políticos españoles, que las tienen bien guardadas.

En los grandes grupos políticos, lo primero que te dan al inscribirte es un carné que, en letra muy pequeña, en el reverso, bajo la firma del propietario pone «a ver si tenemos cuidadito con lo de opinar que eso está al alcance de cualquier inteligencia mediocre». Y claro, te quitan las ganas. De hecho, progresan los que nunca opinan. O los que opinan como los que mandan que viene a ser una forma sutil de ocultar la opinión. Pasa en todas partes. En las empresas grandes, en las tiendas chicas, en los grupos de amigos. Incluso hubo un personaje de una enorme comedia, ‘Seinfield’, que convirtió en norma una frase que repetía quince veces por capítulo: «¡Ya te digo!». Antológico lema de los seres intelectualmente superiores que conocen los riesgos, lo inservible y trivial, de opinar. Con ese remate, le daba siempre réplica y razón a la otra parte. Mano de santo. No había discusión. La discusión es el máximo nivel de estupidez que pueden alcanzar las opiniones. Se produce cuando dos, cualesquiera, chocan, y como los machos cabríos se van dando golpes sin que ninguna se mueva. Es una colisión que sirve exactamente para nada. Ninguna queda modificada, ni mejorada, ni siquiera magullada. Pueden llevarse días chocando que todo sigue igual que antes de la primera embestida. Y hacer ese esfuerzo para conseguir ese resultado es de necios. Al final, es todo pura animalidad. Opinar es como defecar, eructar, rascarse u orinar, a qué viene exhibirlo, ni comentarlo, ni darle importancia. El que lo haga, que se atenga a las consecuencias. Faltaría. De lo que se trata es de hacer, de completar, de cumplir. Más movimiento y menos pensamiento. No podemos caer en la parálisis por análisis. Obras son amores y no buenas razones. El movimiento se demuestra andando y cualquier camino empieza con un solo paso. Que hay que escribir una columna, pues se escribe. Pero sin caer en esa vulgaridad de opinar. Se puede escribir, hablar, tranquilamente sin opinar sobre nada. Sirve para ascender, sobre todo. Y lo elegante que resulta ¡Ya te digo!