OPINIÓN

El espírituo de Duke Kahanamoku, guía para los surfistas gaditanos

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En mi artículo del pasado domingo les adelanté que iba a contarles cosas de una leyenda hawaiana, Duke Kahanamoku (1890-1968), al que con casi toda seguridad le conocerán todos aquellos que hayan encontrado en el surf algo más que un deporte muy extendido en nuestras playas. Su nombre completo, ‘Duke Paoa Kahinu Mokoe Hulikohola Kahanamoku’, suena muy hawaiano y a descendiente de una desaparecida nobleza. El nombre de ‘Duke’ (Duque) no es ningún título, sino su nombre de pila, heredado de su padre, al que se lo pusieron en honor al Duque de Edimburgo, de visita a las islas, cuando nació el padre de nuestro personaje, en 1869. Duke –como gustaba que le llamaran– abandonó enseguida la escuela, pues se pasaba el día entero en la playa de Waikiki, nadando, subido en un largo tablón de madera y en las canoas propias de esa zona del Pacífico, sus tres pasiones. «Fuera del agua no soy nadie», le gustaba decir, cuando ya era conocido.

Duke se hizo famoso, primeramente, no por el surf, sino por la natación, de una forma accidental, ya que en un enfrentamiento amateur de natación en el puerto de Honolulu rebajó el record mundial vigente de los 100 metros libres en 4,6 segundos, batiendo e igualando otras distancias. Pero los responsables de tomar los tiempos, que no daban crédito a esas marcas, no lo reconocerían hasta muchos años después. Para que lo tuvieran en cuenta, él y sus amigos, tuvieron que crear un club, en 1911, el ‘Hui Nalu’ o ‘Club de las olas’. Y ni aún así la federación americana lo creyó, teniendo que desplazarse, con la ayuda económica de algunos amigos a Pensilvania para competir por un puesto en el equipo americano que iría a las Olimpiadas de Estocolmo de 1912. Allí ganó su primera medalla de oro en los 100 libres, en unas circunstancias difíciles de imaginar en los tiempos actuales. Duke, que era una persona muy tranquila y que estaba acostumbrado a sestear todos los días bajo una palmera, en su playa de Waikiki, se quedó dormido en un rincón del vestuario, teniendo que ir alguien a buscarlo, pues su sitio de salida estaba vacío. Se disculpó ante los jueces, ocupó su posición y ganó la prueba. Era el espíritu de los juegos olímpicos que reinaba en aquella época, reflejados tan bien en la entrañable película ‘Carros de Fuego’. Kahanamoku volvió a ganar la medalla de oro en las Olimpiadas de 1920 en Antwerp (Bélgica) y una de plata en los de París de 1924, a la edad de 34 años. Entonces, el ganador fue el mítico Johnny Weissmuller, el primer Tarzán del cine, que sólo tenía 20 años. Entre sus participaciones en las Olimpiadas y tras retirarse de la competición olímpica, Duke viajó fuera de las islas, en especial por Australia y los Estados Unidos, ofreciendo exhibiciones de natación y compitiendo contra los nadadores locales. Durante este periodo fue cuando popularizó el deporte del surf, que hasta entonces sólo era conocido en Hawai, por lo que se le considera el padre del surf moderno.

En 1915 dio a conocer este deporte en Australia. Como no pudo viajar con su enorme tabla, construyó una de un árbol, al más puro estilo hawaiano. Ese día sería recordado, a modo de leyenda, entre los surfistas australianos, pues Kahanamoku estuvo cogiendo olas durante tres horas en una playa abarrotada de seguidores, enseñando todo tipo de trucos y movimientos, a pesar de que los socorristas locales le intentaron convencer de que no se metiera en esa playa en donde había tantos tiburones. Cuando luego le preguntaron si le habían molestado los tiburones, contestó con su habitual humor: «No, ni yo tampoco a ellos».

Otra de las leyendas que escuché cuando vivía allí, y de la que se ha hecho historia, fue la de haber surfeado en 1917 una ola monstruosa que al parecer llegó después de un tsunami ocurrido en Japón, y que hizo que mucha gente corriera a refugiarse. Duke la cogió en una de las rompientes más conocidas de Waikiki y se deslizó más de una milla, cruzando varias playas. También se cuenta que perdió el dedo índice de su mano derecha peleando con una anguila monstruosa que le atacó en alta mar, remolcándola finalmente en su tabla a la orilla.

En 1925, cuando estuvo viviendo una temporada en el sur de California, rescató él solo, con su tablón, a ocho de los doce supervivientes de un barco pesquero que volcó ante el fuerte oleaje, al intentar entrar a puerto. Desde entonces, se popularizó el uso de esas tablas entre los vigilantes de la playa, como tantas veces hemos visto en las series de TV americanas.

En la playa de Waikiki existe una gran estatua de bronce en la que se muestra a Duke Kahanamoku con sus enormes brazos abiertos, y su noble sonrisa, junto a su tablón de surf, y en donde nunca faltan las guirnaldas de flores –‘leis’– colgadas en su estatua, a modo de agradecimiento por su intensa vida y sus buenos sentimientos.

Murió el 22 de enero de 1968 y sus cenizas fueron arrojadas al mar, de donde él pensaba–con razón– que provenía; en una emotiva ceremonia, en donde la música de la canción más conocida de esas islas, ‘Aloha `oe’, compuesta por su querida reina Lili`uokalani, fue entonada con melancolía y respeto.

Por ello, desearía que el espíritu de Duke Kahanamoku, el espíritu del «aloha hawaiano» y del deportista simpático y noble, se extienda también entre todos aquellos que practican el surf en nuestras bellas playas gaditanas, en donde sus rompientes y buen clima hacen que este deporte ancestral –y para algunos, modo de vida–, pueda practicarse todo el año.