didyme

Saudade

Actualizado: Guardar
Enviar noticia por correo electrónico

Siempre mantuvo en la comisura de los labios mi amigo Joao Pires un rictus de suicida. Una mueca nostálgica, una especie de gesto intensamente resignado propio de la «saudade», esa joya de la cultura galaico-portuguesa. La última vez que nos vimos en Brasil, en Florianópolis, se acababa de divorciar de una nieta del magnate brasileño Perdigao, la que a fuerza de arrastrarlo por la alcoba con lascivia, lo había convertido en un gusarapo incompetente de la erótica. Un garañón trabado. No puede vivirse la vida desde la preterición, y veintiséis años de diferencia en el campo de batalla de las ingles, resultan ser una ingobernable eternidad. Cierto es que fue un Apolo nacido en la Terceira de las Azores, en Angra do Heroismo por más señas, un gran comprador de atún, el llamado de Azores. Yo lo conocía de entonces, cuando saltaba de una isla a otra, sobre todo entre la Terceira y San Miguel, coordinando las descargas de la flota y los embarques por avión para las remisiones a Lisboa. Era un portugués conciso, experto en solemnidades. En gestos cargados de melancolía. Era una portentosa letra de fado; un suspiro ceremonial aristocrático.

De todas las islas de la Macaronesia son las Azores las más cercanas a la estética bucólica del prado y la majada continentales. Son una conspicua hermosura que se aleja voluntariamente de Europa gracias a su estatuto de extraperiféricas, como nuestras Canarias, conservando sin embargo toda la sensualidad plástica del barroco manuelino y el imperio del bacalao. Tras la nieta de Perdigao, el mayor productor de ganado de cerda de Iberoamérica, insistió en casarse, esta vez contra un monumento del añejamiento, una ensolerada dama prófuga de un convento de Funchal en Madeira, justo contratipo de la joven-volcán, la inductora de todas las gamas de lujurias ígneas posibles. Se confesaba aliviado por aquella mansedumbre en el uso del lecho, si bien a veces añoraba el tumulto de escarceos y zamarreones, negándose a olvidar que la «saudade» es un «bien que se padece y un mal que se disfruta» como sostenía Manuel de Melo. La vida hay que vivirla con tanta intensidad como se pueda, con la que nos autorice el pasado experimental, con todos los alicientes que comporta la revisión de los fracasos y la planificación de las ilusiones en los placeres inusitados.

Empecinarse en creer que fue lo pasado mejor que lo porvenir, niega la fuerza que tiene el natural deseo de la nostalgia de resolver los problemas propios de la ausencia de armonía. Solo puede añorarse la perfección, el idilio, el haber perdido la lozanía propia de la pureza, de la decencia, del candor. Joao se pasó la vida buscando un éxito apolíneo desde un marchito narcisismo, como busca Europa un porvenir unitario desde la desunión esencial y el desapego.