Sociedad

Migue ha vuelto

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Con el dinero de su Primera Comunión, Migue se compró un monopatín, dos pares de Reeboks y una guitarra. Tenía diez años. La aporreó durante unos días, jugando al rockero desfasado, y luego la abandonó en un rincón. A Manu no le extrañó. Su hermano era un chaval inconstante, revoltoso, de inquietudes mudables. Hoy el deporte, mañana el dibujo. La música, sin embargo, siempre estuvo ahí, como una especie de promesa: AC / DC, en las soleadas mañanas de sábado; Led Zeppelin, en las lentas tardes de invierno. Entre medias, Triana, Kiko Veneno y Camarón.

A los trece, al chaval le volvió la fiebre guitarrera y decidió tomar clases. A los 15 compuso ‘El Aire de la calle’: (Yo ya no tengo obligaciones / Yo ya no tengo más que ver/ que los charquitos de la plaza / cuando termina de llover). En esas letras iniciales, muy callejeras, pero dotadas de un extraño lirismo, el compositor ado

les por los que transcurriría su vida: la bohemia pura, sin artificios, postureo, ni pretensiones. Y la música, a la que se aferró hasta el último instante, como a la tabla de un náufrago.

El 6 de julio de 2004, a los 21 años, Miguel Ángel Benítez murió de parada cardiorespiratoria, seis meses después de su paso por un centro de desintoxicación. En su habitación, decorada con posters de Los Enemigos y Pata Negra, dejó la herencia creativa de esa última etapa: una vorágine de poemas, grabaciones, sueños y desencantos, ensayos a deshora y noches sin dormir. Su hermano, que en seguida percibió todo ese trabajo inédito como un regalo póstumo a los seguidores de Migue, asumió la dolorosa responsabilidad de ordenarlo y, si el material lo permitía, editarlo. La cuestión era cómo hacerlo; cómo poner en pie letras garabateadas en el reverso de algún folio, poemas perdidos en las libretas del colegio, anotaciones surrealistas, ideas esbozadas en cualquier arrebato. Curiosamente, fue el propio Migue quien, guiño a guiño, pista a pista, le fue dando las claves, dispersas en su legado. Sólo había que saber descifrarlas.

Migue siempre fue un autor anárquico, impulsivo, extremadamente fiel con las ideas que le bullían por dentro. Enfrentarse a ese caos no fue fácil: cuadernos, archivadores, carpetas, casettes, borradores, primeras y segundas versiones... Estrofas cortadas, versos que se repetían, proyectos y reflexiones. ¿Por dónde empezar? «Lo más duro fue leer sus textos y escuchar su voz cuando su pérdida aún estaba muy reciente. Para enfrentarme a ese material, a sus palabras o a sus canciones, tenía que estar seguro de que el ánimo me respondería, y aun así me obligaba a aislarme y me enclaustraba en un piso en el que nos criamos cuando éramos pequeños: la madriguera. Fueron dos años de un trabajo emocionalmente muy intenso, con hallazgos constantes que te obligaban a replanteártelo todo», explica Manu.

Dos meses antes de morir, Migue se encerró una tarde en el estudio del Damajuana. Solo, con su guitarra y «un catarrazo infernal», grabó 28 canciones crudas en cinco horas. Un esfuerzo atroz en el que desplegó todo su potencial artístico y que a la postre ha sido la base de ‘Matajare 9’, el disco que saldrá a la venta a primeros de año. «Lo de Migue era una fuerza, un talentazo, puro desparpajo», cuenta Manu, periodista de profesión, que ejerció de mánager de Los Delinqüentes durante más de un año. En ese bruto, técnicamente muy precario, había canciones insalvables, otras esquemáticas, y «algunas redondas», que respiraban por sí solas, sin necesidad de arreglos ni retoques. ¿Qué pretendía hacer Migue con todo eso?

La respuesta la había dejado él mismo por escrito, en una carta dirigida al productor de Virgin, Javier Liñán. En ella le decía que su proyecto era único, algo «que no ha hecho nadie en España con 21 años». Un disco triple, ordenado por colores, que se llamaría 9, y con el que pensaba salir de gira, acompañado de una nueva banda, Matajare, en la que rezaban algunos de sus amigos y músicos fetiche. Sería un buen puñado de canciones vivas, impregnadas de ese sonido áspero que se rastrea en algunos de sus temas juveniles, pero sin renunciar por completo al toque festero, andaluz, campestre, del que Migue también hizo marca. ¿Y con los versos? ¿Qué hacer con ese maremágnum de papeles sin coherencia, ni estructura, ni cronología definida?

Desde el otro lado, cuando a Manu le podía el desconcierto, siempre aparecían nuevas palabras de Migue para echarle una mano, orientarlo y devolverle al camino. Esta vez fue un poema, pequeño pero preciso, medio oculto entre listas, borrones y dibujos: «Escribiré un libro, igual que el Lute. Se llamará ‘Cómo apretar los dientes’». Toda una declaración de intenciones. Ése era el guión. Algunos de los textos son amargos, duros como patadas. Otros parecen letrillas de bulerías, o rimas cazadas al vuelo. El libro que se editará junto al disco es leal a ese espíritu íntimo y contestatario a la vez. Se distingue al chico rebelde, al creador angustiado, al amigo dolido; al hombre libre y, a la vez, al niño que luchaba contra sus adicciones, paradójicamente confiado ante el reto de tener que enfrentar un futuro que no existía.

En estudio

El material «rescatable» no daba para tres discos, pero sí para «uno que bebiera de ese espíritu, aunque la tarea estaba plagada de dificultades». Primero, de índole técnica: «Algunas canciones las podría cantar mi hermano, a guitarra y voz, con la sencillez y la crudeza con las que las grabó; otras tendrían que grabarlas otros, porque el original no daba; y otras eran perfectas para grabarlas a dúo con gente a la que Migue respetaba, como Rafael Amador, Josele Santiago, el ex cantante de Los Enemigos, o su banda de Los Matajare».

Pero todo eso requería de una labor de estudio «lenta, minuciosa y detallista». O sea: cara. Y ahí entra en juego la segunda clase de problemas: el fin de la edad de oro de las música en España dejaba como un recuerdo lejano «aquella época en la que tú llegabas con un proyecto y la compañía te cogía en volandas, cuando el artista sólo se encargaba de lo artístico y no se preocupaba de nada que tuviera que ver con la producción ejecutiva o la edición discográfica. El cambio es tan fuerte que para que una compañía, multinacional o no, saque un disco a la calle, prácticamente hay que dárselo todo hecho».

A eso, casi exclusivamente, es a lo que se ha dedicado Manu Benítez, junto con otros amigos de Migue, como Dani Quiñones, durante un intenso año de estudio: a la reconstrucción de algunos temas, la adaptación de otros, grabaciones, arreglos y diseño general de la producción. El trabajo está terminado. ‘Matajare 9’ y ‘Cómo apretar los dientes’, el disco libro que recoge toda esa prolífica herencia, saldrá a la venta en unos meses, después de un esfuerzo titánico, profesional y personal, musical y emocional, que Manu entendió desde el principio como «un deber»: «Nunca he tenido la sensación de estar haciendo algo para mí. Todos esos mensajes, todas esas ideas que Migue fue dejando escritas por allí y por acá, eran una guía bastante exacta de cómo quería él que se hicieran las cosas. Me he limitado a seguir esas indicaciones y, cuando no había pistas, a dejarme llevar por el instinto. No podía hacer otra cosa. Si mi hermano hubiera sido pintor, y me hubiera dejado 50 cuadros preciosos en casa, ¿qué derecho hubiera tenido yo a quedármelos? No, no fue una decisión personal. Fue una especie de… encargo».

«Y soy… Un niño perdido / Y lloro… Si no estás conmigo», canta Migue, en ‘Sigo a la luna’, uno de los temas inéditos en los que se desnuda sin reparos. Y termina: «Que vuela, la suerte vuela / Y mis ojos como candelas / Y voy con la corriente, que me arrastra y que me lleva».

La misma marea devuelve ahora el eco de sus palabras y la ofrenda última de sus canciones. Para quien quiera y sepa escucharlas.