MEMORIAS DE LA FRONTERA

Memorias de la Frontera | Antonio Hernández, un cáliz a palo seco

Antonio Hernández (Arcos de la Frontera, 1943) acaba de publicar un libro hermosamente amargo. Su título es A palo seco (RD Editores) y reúne medio centenar de poemas de acento epigramático pero de tono grave pues, no en balde, fueron escritos durante una etapa crucial en la vida de su autor, la de los últimos años en que vio asomar las orejas del lobo, esto es, el dolor, la enfermedad felizmente superada, el insuperable paso del tiempo y un claro distingo entre las cuestiones baladíes y las que realmente importan: «Los poemas de este libro -avisa su autor- jalonan la evolución de una enfermedad depresiva cuya mejora signa el cambio de ánimo percibido en ellos a medida que avanza el texto. De esa metamorfosis positiva es responsable en buena medida mi amigo Javier Reverte, que en todo momento me ayudó a superar la enfermedad y cada día se empeñó en que escribiera poesía tras siete años sin hacerlo». A él, al escritor, al viajero, al amigo, dedica «lo que él alentó».

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De entrada, en esta obra, sorprende la desnudez conceptual de un escritor que ya frisa la edad de 65 años y que brinda una poética de insólita frescura, quizá en las antípodas líricas y espirituales de su metafísica Sagrada forma. Aquí, vuelve a entablar un diálogo con Dios pero esta vez carga las tintas sobre el reproche y la ironía: en el mejor de los casos, el creador supremo es un tipo que contempla el siniestro espectáculo del mundo desde un espectador desde su confortable palco.

Pero al margen de guiños sabios y contenidos a asuntos mundanos o terribles, sorprende su verso cuando es capaz de alcanzar la trascendencia a partir de la cotidianeidad o cuando mantiene un diálogo zumbón con la historia, con la filosofía o con la literatura: «El único problema filosófico serio es el suicidio», cita a Albert Camus como anticipo a un problema sobre La Soledad, concebida como «la cuenta atrás, el ensayo general de la muerte».

«El mar es como el cielo con orillas», dice ahora Antonio Hernández, quizá en memoria de aquel primer libro suyo que tituló El mar es una tarde con campanas y que no sólo le valió el accésit del Adonais en el 64 sino que hizo que Luis Berenguer le asignara un buen destino en la naval de San Fernando cuando hizo la mili a las órdenes del autor de El mundo de Juan Lobón. En estos nuevos versos suyos late con especial intensidad un profundo examen de conciencia, que lo mismo nos habla de la envidia que no paga nunca o de las cornadas de la muerte, mucho peores que las de la vida : «¿Todo porque me quisieran?/ Dije sí donde era no./ Hice injuria gratuita/ y alabanza inmerecida./ Quité de en medio a quien pude./ Me arrastré como un arroyo./ Me forcé hasta quebrantarme:/¿sólo porque me admiraran!/ Pródigo como una fuente./ Como una fuente sedienta».

Pero en esta obra palpita también un Antonio Hernández melancólico pero casi festivo, que pasea desde el cine Ramírez a las suecas y el 600 de los años jóvenes, saluda a los amigos, desde Andrés Sorel a Carlos Álvarez o pide que aparten de los labios crucificados de Julio Mariscal Montes ese cáliz personal al que orgullosa y rabiosamente llama Arcos de la Frontera.