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El Greco recobrado y difundido en el siglo XX (IV)

La fama de El Greco, en definitiva, no hizo más que acrecentarse en este siglo

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El Greco es desde inicios del siglo XX una realidad cuyos perfiles parecen exceder todos los límites de las clasificaciones cerradas. Su envergadura supera, incluso, el campo de las artes plásticas para entrar en otras manifestaciones expresivas, y el enigma que parece inherente a su vida y a su personalidad alimenta, incluso, los estudios médicos. Esta fue la perspectiva adoptada por Gregorio Marañón y Posadillo, que, en consonancia con las características generacionales del Novecentismo, y de todo congruente con su propia personalidad, se acercó a El Greco con la curiosidad erudita del humanista y con la metodología hipotético-deductiva de las ciencias bio-médicas. El personal, enciclopédico y singularísimo enfoque de Marañón se fundaba en la hipótesis, ya esbozada por Cossío, de que El Greco habría tomado como modelos para sus apostolados a los locos del manicomio, conocido popularmente como «Hospital del Nuncio».

Este asunto fue abordado con cautela y basamento intelectual indudable por Marañón en su discurso de entrada en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, bajo el título El Toledo de El Greco, en 1956. Volvería sobre el tema en su ensayo El Greco y Toledo (1958). El trabajo de Marañón dejó un legado fotográfico, llevado a cabo por Pardo Bea, Pablo Rodríguez y José María Lara, de un extraordinario interés. Sin embargo, debemos apreciar en el trabajo de Marañón no sólo una muestra de su eclecticismo intelectual, sino también una reacción en busca de la mesura de juicio que refutara otras visiones, menos autorizadas, que querían atribuir a causas médicas las razones de la peculiaridad estilística de El Greco. Estas hipótesis, de comienzos del siglo XX, formuladas al amparo de una sugerencia de Carl Justi, que enunció la posibilidad de que El Greco padeciera una afección ocular y hasta una desviación mental. August Godsmidt, en 1911, propuso el astigmatismo como la enfermedad padecida, hipótesis a la que se adhirió Germán Beritens, en España, en 1912, y que defendería durante décadas. También alcanzó inusitada resonancia la opción de la psicopatía de El Greco, no tanto porque se le estimara un loco, como un «degenerado», una persona poco estable a quien su desequilibrio, paradójicamente, le habría aportado idoneidad para reflejar los tipos humanos, también desequilibrados, de la España de su tiempo. A esa conclusión llega el doctor César Juarros en un artículo de 1912 con el muy ilustrativo título de «Enfermos inmortales. El Greco», y cuyo valor pretendidamente científico mereció su publicación en el número 69 de la revista España Médica. Podría pensarse que estas perspectivas pseudocientíficas hubieran podido aminorar la alta consideración sobre el pintor, pero lo cierto es que, pese a todo, siguió inamovible la posición de El Greco como artista de genio innovador que imprimió a su estilo una energía que alcanzaría hasta el siglo XX.

La fama de El Greco, en definitiva, no hizo más que acrecentarse. A partir de las primeras décadas del siglo XX, la dimensión de su figura ha ido adquiriendo proporciones gigantescas. Su nombre y su obra son un reclamo ineludible para artistas como Henri Matisse, que, en 1910, visita el museo del Prado estimulado, sobre todo, por el Cretense, y, hasta tal grado es el impacto que experimenta que poco después visitaría también Toledo, siguiendo la estela del genio. Ciertamente, esa condición de genio no se somete a duda, sino que se afirma desde los posicionamientos intelectuales más dispares; Aldous Husxley, por ejemplo, en un breve ensayo de 1929, titulado Meditation on El Greco, lamentándose de la corta vida del pintor y anhelando a un Greco más longevo, afirma:

«¡Qué cuadros habría pintado! Bellos, apasionantes, profundamente aterradores; pues aterradores ya son los que pintó en la madurez de su vida; terribles, a pesar de su fuerza y de su belleza. Este universo engullido en el que nos introduce es una de las creaciones más inquietantes de la mente humana, y también una de las más desconcertantes».

Somerset Maughan emplearía una novela propia, Servidumbre humana, de 1915, para que el protagonista de la misma, Philip Carey, un sosias del propio autor, mostrara esa pasión por El Greco, cuyas pinturas contempla con un placer absorto a través de reproducciones fotográficas. La elogiosa primera visión de El Greco por parte de Maugham se matizaría mucho en 1935, año en que publicaría Don Fernado, un ensayo en que especuló acerca de las causas de las experimentaciones formales de El Greco atribuyéndolas a una posible homosexualidad.

La nómina de artistas y personas de cultura que han reparado durante el siglo XX en El Greco es inagotable. Jackson Pollock, por ejemplo, concibió una serie de dibujos que tienen su raíz en el quehacer de El Greco. Andy Warhol se refirió al candiota como «el dios de la pintura». Fernando Arrabal, en un ensayo admirable publicado en 1991, traza una línea que recorre todas estas referencias, a las que agrega otras como las de Cocteau, Claudel…, que ratifican que El Greco, definitivamente, ha superado las fronteras de las artes plásticas para invadir el dominio del resto de las formas de expresión humana, como la música, la literatura, el cine o hasta la fotografía.

El Greco difundido

Pero es necesario presentar todo este proceso de reevaluación desde otra perspectiva, puesto que, al tiempo que la Universidad y los grandes focos artísticos del mundo recobraban a El Greco, tenía lugar una toma de conciencia colectiva, popular, de que se estaba ante el legado creativo de un genio inadvertido durante siglos.

Los primeros episodios de este despertar popular tuvieron lugar en el siglo XIX: es obvio que la primera fecha importante es 1819, puesto que, como ya mencionamos, fue en este año cuando se abrió el Museo Real de Arte del Prado, y fue esta la primera ocasión en que el pueblo pudo apreciar la obra del candiota; agregamos, todavía en el marco del XIX, el año 1857, cuando se celebró en Mánchester una importantísima muestra conjunta de arte antiguo en que se ofreció al público algunas de las adquisiciones de Stirling Maxwell – de las que dimos referencia en el artículo de El Greco en el siglo XIX-, entre las que se contaba La dama del armiño. En España, pocos años después, el Prado incrementaba sustancialmente la representación de la obra del Greco en la pinacoteca con la incorporación de la pintura religiosa del artista proveniente del desaparecido Museo de la Trinidad, hecho que acontecía en 1873. Entretanto, el creciente interés que El Greco había despertado entre los críticos ingleses tenía su correlato en dos muestras importantísimas sobre arte español en Londres (1895 y 1901), donde El Greco estuvo notablemente representado.

De este modo, franqueamos las puertas del siglo XX, a cuyo comienzo tuvo lugar una exposición capital para que El Greco comenzara a ganar relevancia entre el conjunto de las capas sociales en España. Nos referimos a la muestra organizada en el Prado, en 1902. Debemos entender esta iniciativa como el producto de la gestión de José Villegas, director del museo desde el año anterior a la celebración de este evento. Villegas era un hombre dinámico, activo, muy comprometido con la mejora de la pinacoteca, para la que el mismísimo Azorín, como ya hemos adelantado, había reclamado la habilitación de una sala exclusiva con la intención de albergar la obra de El Greco. Villegas, por su parte, acometió la primera ampliación del edificio, obra en cuyo marco la reivindicación de Azorín sería satisfecha, si bien se demoraría hasta el año 1920. A cambio de ello, se ocupó de acoger importantísimas donaciones que mejoraron los fondos del museo; entre estas adquisiciones, se cuentan las de las colecciones de Ramón de Errazu y Pablo Bosch, poseedores de pinturas del Cretense.

La posición de El Greco en el arte nacional adquiría un brillo inusitado en los albores del siglo XX, que derivaría en la organización de la primera exposición temporal acogida por el Prado dedicada por entero, al Cretense. En el breve catálogo de la misma, firmado por Salvador Viniegra, que, junto con Villegas ofició como comisario de la exposición, ya se dejó muestras del cambio de rumbo que la crítica del nuevo siglo imprimiría a la valoración de la obra de El Greco. Es significativo que en el Ateneo madrileño se ofreciera, como caja de resonancia de la muestra del Prado, un ciclo de conferencias que pronunciaría nada menos que Manuel Bartolomé Cossío. Al año siguiente, los representantes de la Secesión vienesa organizaron una muestra sobre el Impresionismo francés donde, en el conjunto de una buena representación de maestros antiguos como antecesores de la corriente impresionista, El Greco estuvo presente junto a Turner, Goya, Tintoretto, Rubens o Vermeer. En Alemania, por entonces, también se acometía el incipiente proceso de difusión del Cretense; el primero en manifestar ese compromiso fue, una vez más, Ignacio Zuloaga, que cedió su propia colección de maestros españoles para que fuera expuesta en la galería Schulte de Berlín. Al año siguiente, la Alte Pinakothek de Múnich adquirió una versión del Expolio, y, tras dos años, se acogió en préstamo el Laocoonte, gestiones todas ellas debidas a Hugo von Tschudi. Esta tendencia de difusión de la obra de El Greco, como veremos en la próxima entrega, continuó de manera creciente durante el siglo XX y XXI.

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