Crónica de una batalla agónica entre la esperanza y la muerte en la UCI del hospital Clínico

El personal del Hospital Clínico San Carlos relata a ABC la historia íntima de unos días desesperados

Unidad de Cuidados Intensivos del Hospital Clínico San Carlos, el pasado miércoles Ignacio Gil
J. F. Alonso

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En el pasillo de entrada de la UCI, en la segunda planta del ala norte del Hospital Clínico San Carlos (Madrid), hay un carro con ropa limpia. Son tres baldas donde esperan, doblados y ordenados de la talla 1 a la 7, los pijamas azules y blancos que utiliza el personal sanitario. En cada una de esas pilas de ropa alguien ha ido dejando mensajes de ánimo para los trabajadores de esta zona crítica, donde los pacientes luchan entre la vida y la muerte, y sus cuidadores, entre la angustia, el cansancio y la esperanza. En uno de esos papeles se puede leer: «Ser grande no es una cuestión de tamaño, sino de actitud». Otro: «Si quieres llegar rápido, camina solo. Si quieres llegar lejos, camina en grupo». Y un tercero: «No te detengas hasta que te sientas orgulloso/a».

El viaje que termina en la UCI empieza en el triaje de Urgencias. Y, en efecto, como en cualquier otro lugar del hospital, allí nadie se detiene. Ni ahora, cuando la sala de espera aparenta calma, ni semanas atrás, cuando era un agobiante y doloroso campo de batalla. El miércoles por la mañana, en la zona Covid de Urgencias del Hospital Clínico esperaban catorce personas. Al cabo del día serían cincuenta. En el peor momento llegaron a contar hasta doscientas. El personal de enfermería les interroga por sus síntomas, la fatiga, la dificultad para respirar, la diarrea; les toman la temperatura y el porcentaje de oxígeno en sangre. Y con esos datos deciden la ruta: los que están mejor, a la Unidad de Primera Asistencia; los que requieren un cuidado más inmediato, a la zona de agudos.

«Murió en mi turno»

La enfermera Elena Hermoso lleva unos días en una sala de triaje, como personal de refuerzo. Allí estaba cuando ingresó y falleció su abuela, María Gloria, de 80 años, procedente de una residencia de Galapagar. «Fue en estas urgencias. En mi turno. Fui yo quien la cogí en la puerta. Venía sedada, medio muerta, y falleció en pocas horas. En la residencia nos habían dicho que estaba muy bien, pero...». Provoca un escalofrío escuchar su relato seco, sin metáforas, ya sin lágrimas. María Gloria tenía alzheimer, y la ambulancia la dejó en Urgencias con escasas posibilidades de llegar a la sala Covid, de encontrar un respirador y una cama en la UCI. «Ves la muerte de cerca. Es muy duro. Estoy aquí sentada, frente a las familias preocupadas, y sé lo que es eso».

Miguel García Briñón, de 50 años, supervisor de Urgencias, también sabe «qué es eso». Ve a los pacientes que llegan en ambulancias, con dificultad respiratoria, fatiga y disnea. «Los mayores vienen con mucho miedo –explica–. En los jóvenes domina el nerviosismo y la ansiedad por querer saber. La mitad de los pacientes que hemos atendido estaban en condiciones de ser ingresados; es decir, venían mal. Ha habido momentos delicados, porque es un porcentaje muy alto», señala. En su unidad trabajan 88 enfermeras y 75 auxiliares. En estas semanas, ese personal se ha duplicado. Y un tercio ha pasado la cuarentena.

Ignacio Gil

En Urgencias del Hospital Clínico, una trinchera en el frente de la lucha contra el mal, se ha escuchado a menudo un grito que explica muchas cosas. «Ay, madre». Y luego, tras la exclamación, un «qué hacemos». García Briñón dice que una de las ideas de las que se siente más orgulloso fue la de crear la sala del duelo. «Junto a los psiquiatras del hospital hicimos un protocolo para que la familia pudiera despedirse antes del fallecimiento. Luego dejábamos unos minutos el cadáver en la sala para un duelo breve, en el que podía entrar un familiar con bata, mascarilla y guantes. Tras días sin saber qué pasaba, sin poder verlo, tenían al menos la oportunidad de despedirse».

A García Briñón –que ha contado cuarenta días sin librar con jornadas de diez o doce horas– le puede el recuerdo y se le humedecen los ojos. Su pareja, María José, enfermera, también trabaja con pacientes Covid. «En casa hemos dispuesto un felpudo en el que pasamos los zapatos por lejía. Nos desnudamos y esa ropa va a la lavadora, a temperatura elevada. Luego, a la ducha. En la convivencia hemos procurado eliminar el contacto físico. A mi hija –Lucía, de quince años– llevo muchas semanas sin darle un abrazo. Siempre tenemos la precaución de mantener una separación razonable, incluso sentados a la hora de la cena».

En una sala cercana, todavía en Urgencias, el enfermero Jorge Elías Díez parece de buen humor. «No puedes permitirte el lujo de cargar con todo el dolor que nos rodea», dice. Lleva una pantalla protectora, parecida a un casco de soldador. A sus dependencias, la zona de agudos, llegan pacientes con menos del 94% de oxígeno en sangre, fiebre, ahogo. Su misión es hacerles el test del coronavirus, un bastón que introduce hasta lo más profundo de la nariz y que provoca una sensación desagradable que tarda en desaparecer.

«Empeoran muy rápido»

Entramos en la Zona Covid de Urgencias con una mascarilla FFP2, de las que protegen a los otros y al que la lleva, y guantes, con la idea obsesiva de no tocar en ningún sitio, de no acercarnos demasiado a nadie, de limpiar en cuanto salgamos las cámaras, el cuaderno y los móviles. Alrededor, la mayoría del personal se cubre con mascarillas quirúrgicas. Y, al final de este viaje, en las salas de la UCI, hará falta ponerse el pijama de enfermero y un traje completo (EPI) que recuerda al de un astronauta. El paisaje, en cualquier pasillo, y sobre todo en la UCI, tiene algo de irrealidad, un terrible baile de máscaras, una ficción que hace poco hubiéramos desechado por increíble. Los héroes de este drama se sienten capaces de bromear con el corte de pelo casero , al dos, de un supervisor. Los visitantes, en cambio, caminamos de puntillas entre la desolación y el miedo.

Los casos más graves de Urgencias terminan en la Unidad de Cuidados Intensivos. El lugar donde la muerte está más cerca. Según Miguel Sánchez García, jefe de servicio de Medicina Intensiva del Hospital Clínico, aquí ha fallecido el 20 por ciento de los 151 enfermos ingresados desde el 4 de marzo, «una mortalidad relativamente buena y aceptable». Lo explica así: casi todos los enfermos ingresan con un síndrome de distrés respiratorio agudo, con el grado de insuficiencia respiratoria más grave que puede haber. Ese síndrome tiene una mortalidad media de alrededor del 40%. «A veces se gana, a veces se pierde, pero siempre se aprende», nos recuerda una de las notas del armario de ropa.

Elena estaba en el triaje de Urgencias cuando ingresó y falleció su abuela I. G.

«La mayoría llegan muy agobiados, se sienten morir –relata el doctor Sánchez García–. A todos los tenemos que intubar y poner respiración artificial. Y pasan de una situación aceptable, con máscaras de oxígeno, a empeorar a toda velocidad. Hay que ponerles una máscara con presión positiva que expanda un poco los pulmones, y a muchos dormirlos para ponerles el tubo endotraqueal y conectarlos a un respirador. Hay enfermos que mejoran inicialmente y luego presentan una fase de empeoramiento e inflamación intensa; hay otros que están entre 8 y 16 días en situación estable pero mala, y algunos que desarrollan falta de riego intestinal, y hay que operarlos y en algunos casos mueren. No sabemos todo de esta enfermedad. Hemos visto fotos, pero no la película entera».

En la UCI del Hospital Clínico San Carlos hay ahora –tras doblar la estructura inicial– 93 camas, nueve dedicadas a los enfermos no Covid. Cincuenta de esas camas son para enfermos graves, y todas siguen llenas. Luego hay dos unidades con enfermos más estables, pero con respiración artificial. Ahí quedan cuatro o cinco camas libres. Y, al cabo, dos unidades para enfermos que no necesitan respiración artificial pero que aún no pueden estar en planta. «Tras una o dos semanas con ventilación mecánica salen como si les hubiera pasado un elefante por encima», dice el doctor Sánchez.

«Se ha venido gente abajo»

María José Araújo y José Antonio Espín, supervisores de la UCI, se encargan en el Hospital Clínico San Carlos de la gestión del personal, del material y los medicamentos. Todo pasa por sus ojos, que también han visto cosas que no hubieran creído. De repente, su rutina de trabajo cambió. «Los pacientes llegaban muy malitos y así continuaban, uno detrás de otro, en un volumen que nadie había visto jamás –describen–. El ánimo de personas que llevan aquí mucho tiempo, acostumbrados a trabajar con pacientes críticos, ha fluctuado. Hemos visto emociones a flor de piel, desgaste físico, psicológico y anímico. Se ha venido gente abajo, de impotencia y de rabia. Empezó a aflorar el cansancio. No todo el mundo tiene la misma fortaleza, por eso hemos tenido que apoyarnos unos a otros».

En las unidades de intensivos del hospital trabajan unas trescientas personas, entre enfermeros y auxiliares. Unos ochenta han tenido periodos de cuarentena (la mayoría) o de baja por crisis de ansiedad y desgaste psicológico y físico, tras turnos de quince horas. Entre los médicos y residentes (más de veinte), once han pasado la cuarentena. Espín estuvo veintiún días aislado en una habitación, con sus hijas, de seis y nueve años, al otro lado de la pared. Se veían por WhatsApp. Los hijos de María José, de trece y dieciséis años, tienen clases virtuales hasta las 17.15 h. Al principio veían las noticias, pero ya no les deja.

Miguel García Briñón abrió una sala para dar el último adiós a un familiar I. G.

Dice María José que el personal de la UCI es muy especial. «Nuestros pacientes están entre la vida y la muerte. Fuera de esta sala nos ponemos una coraza, pero aquí somos muy sensibles con los pacientes, que solo nos tienen a nosotros». Media docena de ellos están al otro lado de una puerta que es una frontera hacia un territorio desconocido. Para alguien sin hábito cuesta varios minutos enfundarse el traje de una sola pieza, los guantes y las gafas. Es imposible no imaginar qué pasará por su cabeza al vernos desde su cama, separados por dos metros, rodeados de cables y pantallas, entubados. Su mayor alegría es el momento en que les acercan una tableta para ver a su familia por videoconferencia . Una ojeada al mundo feliz.

Las enfermeras resisten dentro una hora y media o dos. El traje agobia, y también la tensión. Salen exhaustas, mientras su relevo se enfunda un mono nuevo, y así otro día más, hasta quién sabe cuándo. Súbito, el drama vira hacia la comedia. María José trae un muñeco de George Clooney para hacerse una fotos y echar unas risas, «dentro de la tristeza que sientes». «Ríe, ríe, que te queda tan bien, hasta con mascarilla», leemos en una de los mensajes del carro de la ropa. En otra «sucursal» de la UCI hay un alta, y todos aplauden. Ahora hay altas y extubaciones, se oye en los pasillos, y las dos cosas se celebran. Antes solo se contaban bajas. En las baldas de la ropa aún queda otra nota. «Qué grande “eres”».

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