Reloj de Arena

Gualberto García Pérez: Un sevillano en Woodstock

A finales de los años sesenta, Smash era ya un grupo de referencia no sólo en Sevilla, sino también en Madrid

Archivo persona de Gualberto

Félix Machuca

En Sevilla se bailaba apretaíto, en los guateques de las azoteas viejas del Centro, dejándote llevar por las baladas de Domenico Modugno, Adamo y Gigiola Cinquetti . Cuando el ponche frío que te servías del cubo de latón gris te liberaba del correaje ceñido de los formalismos de entonces, alguien se iba hasta el pick up y desataba los nudos corporales. Lo que había atado estrechamente Nicola di Bari lo desataba Tom Jones para darle alegría al cuerpo de Macarena, de Rosario, de Milagros y de Luisa . Entonces te dabas cuenta de que una época se estaba marchando y otra llamaba con urgencia a la puerta. Los tiempos estaban cambiando, cantaba el señor Dylan. Y en los cines de la ciudad eterna, dos jóvenes con pelusillas en el bigote, Gualberto y Silvio , se embobaban con Elvis interpretándose a sí mismo en la película «King Creole». Esos son los primeros recuerdos musicales de Gualberto. Salir del cine de ver esa película con Silvio bailando en la calle y él tatareando las canciones. Muchos años antes, la gente salía de la Maestranza dando los pases que le habían visto a Joselito o a Belmonte . Ahora los jóvenes salían de los cines cantando y bailando por Elvis .

A finales de los sesenta, Smash era ya un grupo de referencia en Sevilla y en Madrid. Hasta el punto de que, Gualberto , uno de sus líderes indiscutibles, fue invitado a Las Vega s por los hermanos de su novia norteamericana, Jessica, para que tocara el grupo en el hotel que tenía su suegro. Los cuñados americanos de Gualberto eran fans irreductibles de Smash y soñaban con verlos y oírlos en el paraíso desértico del juego. Smash nunca tocó allí. Pero Gualberto estaba en los Estados Unidos , algo muy poco frecuente en la Sevilla de entonces, donde se viajaba poco y cerca. Los que se fueron hasta Alemania no lo hicieron, precisamente, para cantar con la tuna. Desde el 15 al 18 de agosto de 1969, en una localidad rural cercana a Nueva York, Woodstock , se oficializó con un macroconcierto al aire libre, el nacimiento de una era. En Woodstock se reunió medio millón de personas. Y entre tanta gente había un sevillano, líder de Smash y testigo del advenimiento de un tiempo de pelos largos, pantalones de campana, signos pacifistas, colegas de las ricas hierbas, amor libre, ecocomunas y viajes lisérgicos a paraísos mentales y virtuales. Los hippies contra Vietnam. Aquel tiempo del «flower power» lo describió maravillosamente bien el malogrado Tom Wolfe en su novela «Gaseosa de ácido eléctrico».

Gualberto retiene en su mente quizás la imagen que más le impresionó de aquellos días en Woodstock. Envuelto en su saco de dormir, casi despuntando el alba, Jimi Hendrix, desde un escenario tan inmenso como un portaviones, saludó a los traspuestos y perjudicados muchachos diciéndoles: «¡¡Eh, ya estoy aquí, ¿me reconocéis?!!» Muchos lo hicieron. Otros siguieron viajando con el «low cost» de la marihuana a lomos de la cucaracha chicana. Hendrix tocó el himno nacional yanqui en una interpretación memorable. Pero quizás el impacto musical más fuerte para Gualberto fue ver a Ravi Shankar tocando el sitar. Shankar puso a la música hindú en la buena onda de aquel mundo gracias a la ola de espiritualidad oriental que acompañaba a las tribus antisistemas. Allí, Gualberto se quedó enredado en la magia sutil de las notas de un instrumento tan ajeno y complejo que, de forma autodidacta, logró dominar para darle al flamenco ese aura seminal de sus orígenes más ancestrales. Cuando abandonó el concierto, regresó en autostop a Nueva York. Lo recogió uno de los técnicos de sonido de Jimi Hendrix al que cosió a preguntas sobre los trucos eléctricos que empleaba su jefe. Algunos ya los conocía este músico que para Gonzalo García Pelayo es el más completo en su género en España. El único sevillano que vio nacer en directo un tiempo que, desde las viejas azoteas de la ciudad eterna, solo alcanzaban a verlo cinco pelusos y medio…

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