CABALGATA DE REYES

Cabalgata de Reyes Magos de Sevilla: así contó un joven Antonio Burgos el año de la niebla en 1966

Con sólo 22 años plasmó en una crónica para la historia una crónica deliciosa sobre lo ocurrido aquella tarde de reyes

La Cabalgata de la niebla, en 1966 ABC

ABC

En 1966 ocurrió un curioso episodio que recuerdan los más veteranos: la Cabalgata de Reyes Magos salió bajo una intensa niebla que casi impedía la visión del cortejo. «Don Nicanor y la niebla» era el titular de esta histórica portada de ABC, que recogía en su entradilla que «la espesa niebla que ayer se cerniera sobre la ciudad empañó literalmente la Cabalgata de los Reyes Magos, pero no le restó lucimiento. El extraño elemento, insólito espectador del gran cortejo, le añadía un desusado encanto. Ahí va Don Nicanor con sus manoteos, una de las felices carrozas concebidas por ta Sección de Bellas Artes del Ateneo hispalense».

La crónica de Antonio Burgos , en las páginas interiores , es una auténtica delicia. Firmada con sus iniciales, «A. B.», con 22 años escribió lo siguiente:

Con inusitado esplendor, los Magos de Oriente recorrieron las calles sevillanas

La de ayer quedará en la historia y en la tradición hispalense como la Cabalgata de la Niebla. Por mor de las nubes que bajaron sobre la ciudad, en la tarde magna de ilusión infantil, Oriente estuvo más cerca de Sevilla. Los Reyes no venían por el Arenal—como reza la voz popular de los campanilleros de Pascuas—, sino que surgían de la nada, a menos de veinticinco metros de las. retinas infantiles ávidas de mágica fantasmagoría. Más que una comitiva fastuosamente oriental que se divisara de lejos, la Cabalgata de la Niebla fue en todos y cada uno de los momentos de su recorrido una fugaz y portentosa aparición esplendorosa. De entre nubes surgían las carrozas, los tronos de los Magos, el papel de plata, los tules, la purpurina, los tambores y los caramelos. Y entre nubes, entre vagarosos perfiles de ensoñación, estaba también especiante la ilusión de los niños. Que tcdos lo fuimos ayer, que a los sentidos de todos afloró ese niño que indefectiblemente llevamos dentro.

Desde antes de las cinco de la tarde, las desiertas instalaciones de 'la Feria de Muestras se vieron abarrotadas de público. Heraldos asiriobabiiónicos, hadas de tul y purpurina, cornetas de bandas infantiles, policías con radioteléfonos, caballistas de tez maquillada en negro, la itinerante corte de los curiosos ávidos de caramelos. Entre nerviosismos y esperanzas, en la boca de todas las conversaciones el obligado tema, de la niebla, la Cabalgata se fue organizando. El Parque de María Luisa se adivinaba como un feliz campo de batalla, en el que un incansable Estado Mayor aderezaba la estrategia del inminente combate. Pero las lanzas de la banda infantil egipcia no eran bélicas, sino mágicas, y el único fuego graneado que enfilaría la ciudad sería el de los caramelos lanzados por los Magos desde sus tronos.

Con una exactitud taurina —por algo Baltasar va representado por un rejoneador—, el cortejo se pone en marcha a las seis y media en punto. A esa hora, los aledaños del Caballo del Cid, la Pasarela, las Rondas están llenos de público. Las barriadas del Este de la ciudad se han volcado sobre Sevilla, con los niños de la mano. Todos quieren adivinar las primeras luces, los primeros tambores de la Cabalgata, ya en marcha. Sin embargo, hasta que no estén materialmente encima los lanceros de la Policía Armada —que abren la comitiva—, nadie se percatará de la presencia del cortejo. Tras los caballos —estos caballos qué tanto emocionan las sensibilidades infantiles y que desgraciadamente desaparecieron de la Cabalgata cuando nuestro Ejército se mecanizó—, la banda de cornetas y tambores de la Policía Armada. A las siete y diez, la Cabalgata de la Niebla está en la niebla de la Pasarela. Los niños de la Banda Árabe del Ateneo —verde y blanco en su ropaje, bombillas de linterna simulando rubíes en los turbantes de los más detallistas— recuerdan al pequeño tamborilero cantado repetidamente estas Pascuas por el villancico anglosajón de moda. La Estrella de la Ilusión —personalizada en Rosa María López Lozano— es en la Pasarela un débil resplandor entre la niebla que arroja las primeras ráfagas de caramelos.

Tras la Estrella, la Banda de Soria, y el popular y cofradiero Antonio marcando el paso al compás de «Los Voluntarios». Papel de plata y reflectores en la carroza de «El Centauro Rojo», en las de los televisivos «Huckleberry Hound» y «Oso Yogui». Van desfilando la «Pagoda blanca», el «Palanquín de los tigres de oro», «El trineo blanco», entre el clamor de las voces que piden caramelos, de las manos que los buscan sobre los adoquines de la calle Menéndez Pelayo» entre la penetrante mirada de los niños que esperan ver sus juguetes asomando por encima de las flores de papel, de las cartulinas pintadas, de las ruedas blanqueadas de las carrozas. Encarnado por don José Lasso de la Vega, marqués de Saltillo, Melchor se alza en su trono, sobre la algarabía de los gaiteros de la Guardia Civil. Tras Melchor, un arca sobre ruedas porta la dulce intendencia de los caramelos. Más recuerdos televisivos en los niños que alzan brazos paternales en la Puerta de la Carne, en la Puerta Carmona. El italianizante«Topo Gigio» —esta ves sin Nieves, pero con niebla— pasa por la Ronda. Detrás, el «Borriquito azul del tiovivo», los tambores de Transmisiones, el «Templete Indio», un «Don Nicanor» que no toca el tambor, la «Cúpula blanca de los elefantes dorados»...

La neblina no se aligera, y la Cabalgata se va alejando cada vez niás del río. Y en clamor de popularidad, la amplia Ronda contempla el paso de los Magos, invadida de público. En la esquina de la antigua cochera de tranvías, Gaspar —representado por don Rafael Esquivias Salcedo, presidente del Real Círculo de Labradores— afina las coordenadas de su almibarada artillería ligera. La Cabalgata se adentra hacia el centro de la ciudad. La niebla parece disiparse, ante la mayor densidad de puntos de luz. Sin embargo, las carrozas siguen apareciendo súbitamente ante los niños sentados en los bordillos de las aceras de la calle Puñonrostro, en los alféizares de las ventanas de la calle de la Luna, encaramados sobre los bancos de la plaza de Jerónimo de Córdoba.

El cortejo enfila Santa Catalina y pronto está —el ritmo de los pasodobles de las bandas militares hace adelantar todos los horarios previstos— en San Pedro, bajo las bombillas que iluminan la calle Imagen y disipan la niebla. Los niños desean ver aparecer al Rey Negro. Antes tendrán que ver pasar más bandas militares. Los cantarines «Chavalitos de la tele» mandarán a la cama hoy antes que nunca, que dicen que los Magos llegan antes de la medianoche. También pasan las «princesas de la nave egipcia», que, por cierto, tiene unas reminiscencias vikingas, que para sí las quisieran los descubridores de Mediterráneos de la Universidad de Yale; el «Mago Puntolín», vestido a las mil maravillas —la veteranía en estas lides es un grado—, por el locutor Agustín Embuena; o el «Príncipe de la casita de cristal», encarnado por el hijo de José Jesús García Díaz, palaciego mayor de los Monarcas orientales a la hora de ultimar la materialización de la Cabalgata.

La Cabalgata se acerca al Ateneo. El Rey Negro aparece al fin. Alvarito Domecq —que ha sentado plaza de buen toreo a caballo en todos los cosos españoles— monta ahora sobre el trono de dos elefantes dorados. Tonelada y media de caramelos —como los otros Monarcas— va esparciendo durante el recorrido. Escoltando el trono regio, sin caracterizar de orientales, pero con el mismo deseo de llevar la alegría a los niños, una cohorte de taurinos. Vicente «el Traga» no da abasto. Cuando las ráfagas de caramelos no llegan a los niños, él se acerca a la carroza y —a manos llenas— las lleva hasta las primeras filas del público. Cuando ve un niño inválido sobre un coche de ruedas, este heraldo del Rey Negro llama a su Soberano —«¡Alvarito, Alvarito, echa aquí!»—, y si Baltasar no lo oye, llena de caramelos al niño, que había abierto los ojos al ver aparecer al Mago entre la niebla. Baltasar concentra la alegría de los niños y descubre el pozo sin fondo de la riqueza espiritual de Sevilla. Sobre elefantes de panel dorado, clava en la niebla el rejón de vida de la alegría.

El público se hace muchedumbre en las calles Velázquez y Tetuán. Cuando el último monumental cofre de caramelos del cortejo está por la calle Imagen, los lanceros que abren marcha andan ya por la Plaza Nueva. Desde los balcones del Ayuntamiento, el alcalde y los capitulares presencian el desfile, en compañía de sus familias. Más atrás, en el Ateneo, lo contemplarían el gobernador, el presidente de la Diputación, el presidente del Ateneo v los directivos de la Docta Casa. La niebla estaba vencida. La meteorología adversa no había hecho más que añadir hálito de ensoñación a la mágica Cabalgata.

A paso más bien ligero, que no es poca marcha la que marcan los parches de los tambores militares y el paso castellano de la sostenida andadura de las mulas que tiran de las carrozas, la Cabalgata deja atrás las Avenidas de José Antonio y Queipo de Llano, enfila la Puerta Jerez y busca el Parque entre nieblas. No andan todavía por la Pasarela las últimas carrozas, cuando los primeros figurantes —Lorenzos de Arabia de una noche de ilusión— y los músicos de las bandas —tambor al hombro, trompeta al cinto— emprenden el regreso.

A las diez, la Cabalgata vuelve a la Feria de Muestras, tal como salió, entre la más densa niebla de la más reciente historia sevillana. La Cabalgata de la Niebla ha cumplido sus felices objetivos. Durante cerca de cuatro horas ha desfilado por la ciudad un cortejo de dos kilómetros de extensión, integrado por más de treinta carrozas, diez bandas de música y más de ochocientos figurantes. Seis toneladas largas de caramelos —la precisión y la lógica es algo que, por esencia, han de estar ausentes de la Cabalgata— han arrojado los Reyes y sus servidores. Media Sevilla está esperando que los Magos le pongan los juguetes, y otra media está deseando que llegue la medianoche para ponerlos junto a los zapatos. Bajo la niebla...—A. B.

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