Rodrigo Cortés

El italiano

«El irlandés» resume, que no concluye, la obra del único maestro capaz de llevar a término una gesta así a lomos sólo de su descomunal prestigio

Robert De Niro, Joe Pesci y Martin Scorsese, durante el rodaje de «El irlandés» NIKO TAVERNISE

«El irlandés» resume, que no concluye, la obra del único maestro capaz de llevar a término una gesta así a lomos sólo de su descomunal prestigio. «El irlandés», que pertenece a su tiempo como la película relevante que es, está también fuera de él, y acaso sea una de las últimas muestras de un arte que, como cualquier otra cosa, poco a poco se transforma en algo diferente. ¿Qué quedará en una o dos décadas del cine que Scorsese aprendió a amar, el de los grandes maestros, que, en inevitable —enriquecedora también— lucha con los estudios veía marcados sus mejores frutos con la cicatriz de sus aurigas, hoy que las películas (también, paradójicamente, esta) parecen destinadas al consumo fraccionado que elude la concentración y aspiran, se diría, a no ser de nadie?

Seguramente a eso se reduzca la falsa polémica de las últimas declaraciones del maestro, ensanchadas luego en el New York Times : las grandes películas de estudio, buenas o malas, cine o no (el tonto mira la nomenclatura y se pierde la luna) empiezan a no tener voz. Resulta difícil rebatirlo cuando «El irlandés» ha sido posible sólo fuera del viejo sistema, que tampoco amaba las voces, pero sí el cine, aunque no abrirá camino a nadie en un modelo de explotación que impone ya su marca sobre cualquier nombre; sólo iluminará el nuevo rodillo con su autoridad aplastante.

Queda Tarantino , claro, cuyo «Érase una vez en Hollywood» es ya una forma de testamento. Queda Paul Thomas Anderson , impermeable a todo, salvo a su propio destino, cada vez más decidido a tomar, protegido por sus intérpretes, el camino estrecho. Queda lo que no cabe en Hollywood , que es el resto del planeta, o los restos del planeta, un mundo tan implacable como el de las soleadas colinas y en el que, como en Hollywood, las voces genuinas son tan improbables como inevitables. Y queda «El irlandés» , una película inagotable que contiene más de medio siglo de magisterio.

Ver «El irlandés» es tanto sumergirse en la vida de Scorsese como repasar la propia. Ver compartir plano a De Niro , Pesci y Keitel es redescubrirse uno mismo como su propio alter ego, calentando en vano el banquillo de los que Marty ha tenido y tiene. Faltaría, sin faltar, DiCaprio , al que pocos agradecen su ascendiente para mantener a su preceptor en la carretera, que siempre es de peaje; y faltaba, que ya no, Pacino , aunque siempre estuvo ahí: sólo quien nunca trabajó con Scorsese, pero debió hacerlo, puede rellenar su propio hueco, familiar como ese hermano de mamá que se ha pasado la vida en la cárcel y desde allí monopolizaba cada conversación en Nochebuena.

Si «Uno de los nuestros», «Casino» y «El lobo de Wall Street» forman inconfesa trilogía —un viaje vertical y deformante a los infiernos del exceso—, «El irlandés» , por algún motivo, se relaciona sólo con la primera, como su hermana espiritual, o como madre cansada y sabia. Con la paleta de Michael Ballhaus , operador cómplice y muerto, que no ausente, encarnado esta vez en la devoción de Rodrigo Prieto y su carro de película Kodak, y los ecos con que Robbie Robertson, compañero de abusos desde «El último vals», teñía ya de blues la infravalorada «El color del dinero» , aunque ahora la cocaína dé paso al más estruendoso silencio.

Obra maestra

Si todo es lo que debe ser, nada es exactamente como era: Scorsese , tal es su poder interno, habla hoy desde un lugar calmado en que apenas necesita mover un dedo para que se agiten los océanos. Si «Uno de los nuestros» , alcanzadas las dos horas, se llenaba de energía nueva a golpe de Stones y Muddy Waters, la montadora Thelma Schoonmaker (la otra mitad del maestro) hurga hoy con su mano enguantada en el cerebro del espectador y encarcela su atención con diálogos en simple (¿simple?) plano y contraplano salidos del naturalismo de «Toro salvaje» , que cabía en una cocina, con la misma fuerza, idéntico pulso, canciones vomitadas por una jukebox que ya no necesita exceder los medios tiempos para amordazar al público y un manejo de la mezcla sonora al que nadie ha sabido acercarse, cada vez más simple, cada vez más inalcanzable.

«El irlandés» es la obra maestra de un sabio infatigable que a sus 76 años sigue sin juzgar a nadie y opta más bien por mostrar (por exponer, tal vez) la futilidad de nuestra naturaleza irreconciliable, el debate cruento entre el animal que fuimos y el ser humano que podríamos ser, ahorrándose las moralejas. «El irlandés» es el obsequio de Scorsese a un mundo que no se lo merece del todo y que seguirá, sin embargo, girando, y albergando, a su pesar, nuevas excepciones. Siempre.

RODRIGO CORTÉS ES CINEASTA Y ESCRITOR

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