Olivia de Havilland: la dulce firmeza

Ahora nos parece que ya forma parte de la historia del cine quien fue su reina absoluta, aunque la sobrevivan otras diosas de la edad de oro, como Rhonda Fleming, Kim Novak, Sophia Loren o Eva Marie Saint

David Felipe Arranz

Fue en sus comienzos gloriosos mujer decente, perfecta novia y señorita a la que requebraba el héroe, pero debajo de esa pátina habitaba en Olivia de Havilland una dama –that lady– de buen gusto y mejor familia, japonesa de origen –así como lo oyen– que ejercitaba sus cualidades innegables en papeles verídicos, cuando Hollywood tenía más de cartón piedra que de «cinema verité».

Efectivamente, era la hija de un abogado de patentes afincado en Tokio, Augustus de Havilland, y de la actriz inglesa Lilian Fontaine; esta descendiente de los Haverlands de Normandía que acompañaron a Guillermo el Conquistador en la invasión de Inglaterra en 1066 hizo tanta gimnasia de su mal llamado sexo débil que fue colándose en el repertorio femenino de la Norteamérica feliz y fue modelando, poco a poco, una mujer más entera, más fuerte, más contestataria sin perder sus ademanes exquisitos y «so brittish», herencia de su progenitora .

De hecho, su madre la llamó Olivia por el personaje de la nobilísima condesa de Noche de Reyes, porque en la familia eran muy devotos del Bardo. Y a los nueve años pidió un deseo: que su hermana Joan heredase toda la belleza de las dos . Porque por entonces ambas habían sido educadas en el más estricto estilo inglés , con entrada y salida al hogar supervisada por la madre a diario, así como los pretendientes de las jovencitas, que antes de salir con sus hijas debían pasar el control parental a la hora del té.

Pero no todo era armonía en casa y no siempre fue así de dulce la convivencia. Las hermanas De Havilland/Fontaine rompieron cuando Joan ganó el Oscar a la Mejor actriz por Sospecha (1941), de Alfred Hitchcock. La cosa es que se llevaban fatal, siendo ambas tan buenas representantes de la dialéctica femenina. Desde entonces solo pasaron juntas la Navidade de 1962 junto a sus respectivos cónyuges, en una cena que las crónicas aún recuerdan y que amenazaba con hacer saltar todo por los aires. Residente en París desde 1950, recluida en su mansión de Rue Benouville, huyó de Hollywood, lógicamente, con el que había mantenido lucha titánica para quitarse el sambenito de comparsa, que era una explotación encubierta de la mujer.

Protagonizó ocho películas míticas junto a Errol Flynn : Robin de los bosques (1938), El capitán Blood (1935), La carga de la Brigada Ligera (1936), Dodge, ciudad sin ley (1939), Four's a Crowd (1938), La vida privada de Elisabeth y Essex (1939), Camino de Santa Fe (1940) y Murieron con las botas puestas (1941). Y tanto fue el cántaro a la fuente que tuvieron su romance, porque a decir de ella –y de todos– el galán australiano era irresistible. Versátil como era ella, dejó las aventuras para meterse en melodramas oscuros de tintes psicologistas, y en La heredera (1949), de William Wyler y basada en la novela de Henry James, dio la campanada definitiva y la crítica se rindió a su arte con un segundo Oscar, tras el obtenido con su interpretación en La vida íntima de Julia Norris (1946), del gran Mitchell Leisen.

Y en esas estaba, concatenando galardones, cuando a mediados de los años cuarenta ganó un pleito nada menos que al todopoderoso Jack L. Warner , que obligaba hasta entonces a sus estrellas a protagonizar las películas que se le antojaran, so pena de suspensión de empleo y sueldo hasta el fin del rodaje de la cinta que fuese rechazada. De manera que los intérpretes se sometían a su tiranía contractual hasta que De Havilland lo puso contra las cuerdas: es lo que se conoce como la «Sentencia De Havilland».

Tuvo también sus más y sus menos sindicales con el Comité de Artes, Ciencias y Profesiones de los Ciudadanos Independientes de Hollywood, cuando en abril de 1946 se negó a pronunciar dos discursos en Seattle, que habían sido escritos por su compañero y miembro del consejo ejecutivo Dalton Trumbo, posteriormente uno de los incluidos en la lista negra de los diez de Hollywood. De Havilland entendió que era demasiado izquierdista y le preocupaba que el sindicato de actores mirara demasiado a Stalin . Por esto y otras cosas, tenía asegurada siempre la admiración del oficio, como el caso del cineasta e intérprete mexicano Emilio «el Indio» Fernández, que pidió al alcalde de Coyoacán que le pusieran el nombre de la actriz a la calle donde vivía: «Dulce Olivia».

Rechazó dar vida a la Blanche DuBois de Un tranvía llamado deseo (1951), a la vista del guion de Tennessee Williams, porque «una dama no diría ni haría esas cosas en la pantalla». Lógico, porque Olivia era una conservadora para la moral y una avanzada para lo contractual y feminista, anticomunista y demócrata, cosa que hoy, entregados como estamos a la simplificación de perfiles de brocha gorda, produciría un desconcierto tanto matiz ideológico, algo que en la época era perfectamente compatible.

Así que lo de la coartada cultural para el desmelene nunca le cuajó a De Havilland , que pensaba que Hollywood era esencialmente hipócrita . De hecho, nunca le preocupó demasiado su figura, así que Edith Head, la mítica diseñadora de vestuario de la Paramount, le confeccionaba vestidos que estilizasen su silueta, por otra parte más cercana al público femenino que las de Vivien Leigh, por ejemplo, que casi no comía. Por eso John Huston, al que le gustaba la mujer «curvie» y talentosa, se la llevaba a la piscina o al huerto, que en su caso era lo mismo. También James Stewart y Howard Hughes mantuvieron sendos idilios con la actriz de genio espontáneo pero firme voluntad.

De Havilland asumió que ignorar el propio cuerpo o modelarlo según la Warner o la industria entera era un error y que, por lo tanto, el guion no debía exigirle mayores esfuerzos estéticos que los propios de un buen diálogo, un conflicto de caracteres y un afán de verosimilitud… Y ahora nos parece que ya forma parte de la historia del cine quien fue su reina absoluta, aunque la sobrevivan otras diosas de la edad de oro, como Rhonda Fleming, Kim Novak, Sophia Loren o Eva Marie Saint .

Al fin y al cabo, lo mismo nos ocurrirá cuando ellas falten, que sentiremos otra orfandad y una punzada nostálgica porque aquellas mujeres constituyeron una democracia de los afectos elegantísima y verosímil. Aunque solo fuese de celuloide. Pero los códigos cambian y hoy n os hemos instalado en los «lolitismos» poligoneros de Miley Cyrus y en las inexpresividades de Kristen Stewart moviendo las cejas o vendiendo colonias. Adaptarse o morir, amada Olivia.

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