Crítica de «El hombre invisible»: La invisibilidad como herramienta del maltrato

Ya en la primera y excelente secuencia, la película nos ofrece sus tres mejores cualidades: la elegancia de su puesta en escena, una intriga que se pega a las paredes del terror y una interpretación sobresaliente de Elisabeth Moss

Elisabeth Moss en «El hombre invisible»
Oti Rodríguez Marchante

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Para encontrar aquí las referencias a la célebre novela de H.G. Wells o a su mejor y más célebre adaptación al cine (dirigida por James Whale en 1933) no sirven los clichés visuales del tipo sombrero y vendajes para cubrir la invisibilidad de Griffin, sino que hay que escarbar en la esencia del personaje original, notablemente villano, loco y maltratador. Y el guionista y director, Leigh Whannell compone una historia alrededor de este personaje en la que él no es el protagonista, sino su víctima principal, su atemorizada novia. La invisibilidad es, pues, el utensilio, la herramienta que utiliza, pero la materia argumental que trata es sobre el abuso y la violencia, en este caso de un hombre sobre una mujer…, y la invisibilidad funciona también como metáfora de las dificultades en muchas ocasiones de hacer visible esa violencia, pues no se suele dejar ver el acosador tal y como es.

Ya en la primera y excelente secuencia, la película nos ofrece sus tres mejores cualidades: la elegancia de su puesta en escena (¡qué casa, qué espacios!), una intriga que se pega a las paredes del terror y una interpretación sobresaliente de Elisabeth Moss , que va a expresar a lo largo de la trama toda la escala de miedo, abandono, soledad, sometimiento, furia y territorio revancha que suelen darse en las víctimas de este tipo de violencia.

Es interesante el punto de vista que adopta la historia, siempre al lado de la víctima, de tal modo que es ella (y nosotros, los espectadores) la única que es consciente de la amenaza , mientras que conserva toda su invisibilidad en el entorno familiar y médico, y eso le procura a la trama los perfiles necesarios de angustia y de terror, y pone en cambio de manifiesto las dudas sobre su trastorno psicológico y su progresivo aislamiento: que el espectador sea consciente de la alarma contribuye a la eficacia de la intriga y al (com)padecimiento junto a la protagonista. Quizá sorprende, desde un punto de vista racional, que semejante poder (la invisibilidad) solo sirva al fulano villano para una empresa tan particular y ridícula como el derrumbe absoluto de la mujer a la que quiere, pero, al parecer, es el punto número uno del catálogo del maltratador.

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El hombre invisible

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El hombre invisible

Entre la adrenalina del principio y la apoteosis final, hay un tramo enorme que el director puntea quizá excesivamente en su desarrollo psicológico con secuencias de goteo que resultan reiterativas, pero que funcionan para entender el progresivo aislamiento y ¿locura? de Elizabeth Moss , magnífica en su labor de hacer visible lo invisible.

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