Crítica de 'Benedetta': Cruce a lo Verhoeven entre erotismo y fe

Hay diversión y travesura en la mirada de Verhoeven, que pone mucho aparato en las escenas eróticas

Paul Verhoeven y la actriz Virginie Efira
Oti Rodríguez Marchante

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Verhoeven siempre ha sido un director con atractivo para la audiencia, pues sabe desvelar para ella la x de los misterios del cuerpo humano, sea en el descruce de piernas de Sharon Stone en ‘Instinto básico’ o en los mórbidos deseos de Isabelle Huppert en ‘Elle’. ‘Benedetta’ llegó al pasado Festival de Cannes con la aureola del escándalo, pues trata, con cámara húmeda, sobre el personaje de Benedetta Carlini, monja lesbiana que vivió en la Italia de la Contrarreforma en el siglo XVII. Una historia real que él recoge de la novela ‘Immodest acts’, de Judith C. Brown, y cuyas enormes cantidades de carnalidad le encomienda a la actriz Virginie Efira, absolutamente capacitada para glosar la epidermis del personaje, pero también para dejar patente lo otro, su potencia espiritual y su extraña manera de vivir la fe en Dios.

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Benedetta

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El relato empieza desde el principio, cuando la niña Benedetta es llevada por sus padres a un convento en la Toscana y a cuyas puertas ya da señales de sus ‘podere’ con un pajarillo y su deposición en la cara de un villano que pretendía robarles. Un gesto de humor sucio que indica el tono entre la desmesura terrenal y espiritual que impregnará la película, de estética extrema, tintes ‘kitsch’ y ensoñaciones heréticas con un Cristo vengador y armado que siempre acude a socorrerla. Todo ello, sin perder de vista ese interés por la gansada de un director que no quiere desaprovechar el material inflamable y erótico de la historia.

Sin duda hay diversión y travesura en la mirada de Verhoeven, que pone mucho aparato en las escenas eróticas, con momentos chocantes y de uso de algunos símbolos con la intención de invocar a su irreverente diablillo y provocar escándalo, pero trivial. El trío actoral de Virginie Efira, Daphne Patakia (la hermana Bartolomea y vehículo sexual y místico) y Charlotte Rampling, la abadesa, pues tiene toda la gracia que Verhoeven puede sacar de ellas. Y no es por no ir, pero ir para molestarse es una tontería.

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