Crítica de «Solo nos queda bailar»: Danza e iniciación georgianas

Aunque su desarrollo pasional discurre por ciertos lugares comunes, tiene momentos de auténtica lucidez

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Oti Rodríguez Marchante

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Aunque es de producción sueca y sueco es su director, Levan Akin , el punto de fuga de la película es absolutamente georgiano, y tanto la geografía (ocurre en Tiflis), como su espíritu y música remiten a esa línea que separa Oriente de Occidente que se puede situar justo ahí, y lógicamente el punto de vista de su director busca también las líneas que unen o separan lo tradicional con «lo nuevo» y lo heterosexual con lo homosexual.

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Solo nos queda bailar

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Solo nos queda bailar

Con gran pericia de cámara, juegos secuenciales y seducción visual, Levan Akin narra la historia de una generación joven, centrándose en Merab, cuyo sueño es bailar en la Compañía de Danza Tradicional Georgiana y de su empeño para conseguirlo. La película describe de modo atractivo su entorno familiar, su entrega a los ensayos y los giros y posturas tanto dentro del baile como los que también surgen en su vida.

Durante la primera mitad sugiere -deja bailar- la idea que se sustancia en todo su tramo final, ya más revelador de las pulsiones, los deseos y la lucha contra toda la tradición, incluida la danza, del joven Merab. Aunque su desarrollo pasional discurre por ciertos lugares comunes, tiene momentos de auténtica lucidez, como la conversación entre los dos hermanos tan distintos y tan conscientes de serlo, y todo el juego simbólico del dramático baile final, que le da sentido al trayecto.

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