TRAYECTORIA. Sebastián González ha sido dirigente sindical, vecinal y concejal en el Ayuntamiento de Jerez.
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Gaditanos en las cárceles de Franco

Cuando se conmemoran los 30 años de la Ley de Amnistía a Presos Políticos del franquismo, sus testimonios siguen siendo un ejemplo de entrega y compromiso

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Sebastián González regresaba de ver al Obispo. Había decidido, como secretario de la Hermandad Obrera de Acción Católica, referirle al prelado en persona que tenía evidencias de que se estaba torturando a compañeros en algunas comisarías de la provincia, y rogarle de paso su intermediación. La reunión fue tensa y estéril. El joven, militante de los movimientos cristianos de base, volvió desalentado a casa. «La Policía ha venido a buscarte tres veces», le advirtió un vecino, cuando subía aún por las escaleras. Sebastián le explicó apresuradamente la situación a su esposa, pero no le dio tiempo a más. La brigada político social pateó la puerta, lo identificó y se lo llevó a empujones a comisaría. Era el 4 de junio de 1974. Tres y media de la madrugada.

Sebastián tiene hoy 64 años. La suya es una figura exhausta, pero mantiene el porte digno, ceremonioso, de quien viene de lejos. De pelear mucho, demasiado quizás, por valores, ideales y compromisos que en 2006 suenan a substancias abstractas, pero que en su evocación, extraviada en el tiempo, cobran una intensidad inusitada.

El interrogatorio se desarrolló en San Fernando. Consistía en un ritual crudo, mil veces ejercitado, de agresiones verbales y físicas, consignado para mermar el aguante psicológico del detenido. No se le permitía dormir, ni hablar con nadie, ni ir al servicio. «Recibí toda clase de puñetazos, golpes, patadas. Me sacaban de madrugada de la celda para meterme la cabeza en una pileta con agua».

Exigían nombres. Querían saber dónde se escondía el dinero de la USO, sindicato del que sospechaban que Sebastián era tesorero en Jerez. El traslado a la cárcel resultó un alivio. Sebastián recuerda, con una mueca irónica, que, al llegar a la prisión, se sintió como en el cielo, porque «que te aíslen tres días, sin salir, después de estar sometido a todo tipo de degradaciones y humillaciones en comisaría, es como ir a parar al paraíso».

José María Gaitero es un hombre afable, cercano, que sonríe mientras habla, y se expresa con desenvoltura. Vehemente, espontáneo, afectuoso. Fue el enlace sindical más joven de España, con 19 años. Militó también en los movimientos cristianos de izquierda, y de ahí saltó a USO. En su caso, la detención se produjo en las bodegas Palomino Vergara de Jerez, donde trabajaba. El capataz, cuando los efectivos de la Brigada Político Social se lo llevaban esposado, le gritó: «Ea, chaval, ya tienes lo que venías buscando». Gaitero encajó aquello con suficiencia: «Era el síntoma de que mi trabajo reivindicativo y sindical era bueno, y les estaba afectando». En comisaría lo retuvieron tres días y cuatro noches, sin dormir. El oficial, aventajado en estos asuntos, le puso una regla y una pistola encima de la mesa. «¿Por dónde quieres empezar?», le preguntó.

Hacinados en prisión

Ya en la prisión lo recluyeron en el pabellón de los «vagos y maleantes». «Estábamos todos apilados en un salón grande, con literas y un servicio común, que apestaba, porque muchos hacían sus necesidades en el suelo». El segundo día el funcionario le anunció que había recibido orden de que «los políticos y los maricones estuvieran aislados». José María le dio las gracias: «No me importa demasiado si es por lo uno o por lo otro», le respondió, «pero sáqueme de aquí».

Manuel Romero Ruiz, afiliado al PCE, mantiene un aspecto abigarrado y singular. Cuenta su historia de manera intermitente, con lentos paréntesis, como si se le escapara algo. Gasta una expresión sobria, llena y ceñuda, que desprende una especie de seriedad crispada, fruto, quizá, de su resistencia instintiva a que se trivialice el relato: «No era una lucha romántica, era una pelea dura, continuada, contra el sistema, una pelea sin tregua que a muchos les costó caro, les costó la salud, la familia, la vida entera».

Desde el Partido contribuyó a organizar una de las huelgas más duras de principios de los 70, cuando la izquierda paralizó la poda reivindicando un sueldo mínimo de 300 pesetas para los jornaleros, una verdadera miseria. Los terratenientes tardaron dos meses en ceder, pero a Manuel, al igual que a otros tantos, aquello le costó caro. Una comisión de grandes viñistas jerezanos viajaron a Madrid y denunciaron en la Dirección General de Seguridad que estaban siendo sometidos al chantaje de «los rojos».

Detenciones

La cadena de detenciones no se hizo esperar: cayó casi todo el comité provincial. «Primero fueron los compañeros de Sanlúcar, Trebujena y El Puerto. Después vinieron a por los de aquí, y ahí me pillaron. Menos mal que me dio tiempo a destruir toda la documentación». Su interrogatorio fue especialmente duro.

Le dieron lo que él denomina «las palizas habituales». «Pasé mucho, mucho miedo», reconoce, «porque el cansancio, el hambre, los golpes hacen que te vengas abajo, pero había que intentar por todos los medios que no se notase, para que no pensaran que te podían sacar nada». Lo condenaron a dos años, de los que cumplió nueve meses, gracias a un indulto inesperado que el Generalísimo concedió cuando al actual Rey «lo hicieron príncipe».

Sus historias conforman la crónica viva de cómo se lleva a la práctica, hasta sus últimas consecuencias, una exigencia moral. Por encima de la fatiga y el desencanto, se trasluce de algún modo esa probidad oculta, intacta a pesar de los reveses, esa pureza de espíritu, capaz de rebelarse con la misma irritación ante cualquier injusticia, ahora igual que hace cuarenta años; ese convencimiento, vigente y pleno, de que la única tarea improrrogable y perentoria es, ni más ni menos, que la de cambiar el mundo.