VOCES DE LA BAHÍA

Arrepentimiento

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Es frecuente que, en nuestras conversaciones, repitamos con cierto tono categórico determinadas frases tópicas que carecen de sentido o, lo que es peor, que transmiten perniciosos mensajes. Fíjense, por ejemplo, en la arrogancia con la que afirmamos que «no sentimos miedo, sino sólo respeto». Partimos del supuesto erróneo de que experimentar miedo ante situaciones incontrolables es, más que el reconocimiento de la radical inseguridad humana, la demostración de una inconfensable cobardía. En mi opinión, aún es más irracional y más peligrosa la insolente declaración de que «no nos arrepentimos de nada de lo que hemos hecho». No solemos tener en cuenta que los seres humanos somos «humanos», también, porque adolecemos de defectos, porque nos equivocamos y porque realizamos maldades: porque perpetramos acciones que nos perjudican a nosotros, lesionan a nuestro prójimo y dañan nuestro entorno. Pero también nos comportamos como seres «humanos» cuando, después, reflexionamos sobre nuestros actos, cuando reconocemos nuestros errores y cuando tratamos de, en la medida de lo posible, reparar los daños que hemos cometido y de restañar las heridas que hemos infligido.

Estas elementales reflexiones están determinadas por la sangrante información y por los agrios comentarios que, en estos días, han aparecido en los medios de comunicación sobre las lamentables actitudes que han adoptado Javier García Gaztelu, Txapote, e Irantzu Gallastegui, Amaia, durante la celebración del juicio en el que los juzgaban por el asesinato de Miguel Ángel Blanco. Nos hacemos partícipes de esa amplia y profunda indignación que tales comportamientos han provocado entre los ciudadanos de las diferentes ideologías democráticas y entre todas las personas decentes. A nadie ha sorprendido que el teniente fiscal de la Audiencia Nacional, Jesús Santos, exasperado por la chulería del hombre que disparó en frío a la cabeza del concejal del PP, pidiera que, para la aplicación de beneficios penitenciarios y para el cómputo de la libertad condicional de los dos etarras asesinos, se tenga en cuenta la reciente doctrina del Tribunal Supremo y se les acumulen todas la condenas en una de 30 años de cárcel que deberán cumplir íntegramente. Resulta evidente llegar a la conclusión de que esa actitud «desafiante» no permite «atisbar ninguna esperanza de reinserción» porque han demostrado de manera patente que no tienen la menor pizca de arrepentimiento.

Estamos de acuerdo en que el matonismo, la chulería, las risas y los gestos desafiantes de los acusados ante los jueces y ante los propios familiares del joven concejal, constituyen la prueba clara de que, si se repitieran las mismas circunstancias, repetirían también el horrendo crimen. Aunque es cierto que, en los procesos judiciales, se ha de garantizar el respeto a los derechos del acusado, aunque aceptamos la función reeducadora y resocializadora de la prisión y aunque defendemos la rebaja prevista en las leyes de reducción de penas a favor de los encarcelados que muestren buena conducta, en nuestra opinión, la condición indispensable es que muestren de manera clara su arrepentimiento y su voluntad sincera de cambiar de comportamiento.

Deberíamos tener claro que la remisión política y jurídica de las penas ha de apoyarse en una base moral que, como es sabido, reside en el reconocimiento práctico de la dignidad suprema de la persona y de la inviolabilidad de la vida. Mientras que alguien piense que una bandera, un himno o un trozo de tierra son bienes más importantes que la vida de una persona, seguiremos en peligro de sufrir atentados.