Editorial

Falta de respeto parlamentario

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La publicación de la primera sentencia relativa al caso Bono ha caldeado considerablemente la de por sí enconada vida política española, como demuestran los incidentes de la Asamblea de Madrid y el Congreso de los diputados. Así, mientras en el Parlamento regional un coro de diputados populares -exhibiendo todos ellos unas esposas- corearon ruidosamente consignas relacionadas con la detención ilegal de dos de sus militantes, en la Cámara Baja la tensión y el desabrimiento de la sesión desembocó en la expulsión del portavoz del Partido Popular tras ser amonestado por tercera vez por el presidente del Congreso. Vicente Martínez Pujalte y Manuel Marín van a tener, de esta manera, el dudoso honor de haber sido los protagonistas del primer caso de un diputado expulsado en toda la etapa democrática.

Todos estos incidentes son muy desafortunados y en absoluto achacables a un exceso de vehemencia que es inevitable y aun estimulante en cualquier foro democrático. Lo verdaderamente lamentable de estos sucesos es que además de ser estériles y demostrar una carencia total de respeto para con la institución en la que desarrollan su trabajo, ocupan el lugar de los argumentos constructivos que los ciudadanos exigimos que usen en la defensa de nuestros intereses. No es exagerado decir que Martínez Pujalte tiene con frecuencia actitudes poco compatibles con un verdadero discurso intelectual y, desde luego, muy alejadas de sus verdaderas capacidades. Respecto de Marín, a quien se le ha ido amargando el semblante desde que llegó a la presidencia de la Cámara, bien hubiera podido desplegar sus conocidas dotes diplomáticas y evitar una decisión extrema que ninguno de sus predecesores adoptó, aun cuando todos tuvieron ocasiones sobradas de ello.

No se trata de rebajar el tono de los debates, ni de forzar una simulación inverosímil y pueril de buenos modales, ni mucho menos de recargar un Reglamento que ya es demasiado rígido para tener tasados todos los incidentes; de lo que se trata es de que los grandes líderes infundan en sus seguidores con toda solemnidad la convicción de que la tarea parlamentaria es «sagrada» y ha de ejercerse mediante una constante servidumbre al interés público, a los principios políticos y al sentido democrático. Si así se hiciera, si los partidos reprobaran a sus parlamentarios «díscolos» -aunque fuera internamente-, este tipo de conductas en lugar de reír lo que sólo son absurdas bufonadas, le ahorrarían al conjunto de la sociedad el espectáculo de una falta de ingenio que no contribuye precisamente a que la clase política se gane el respeto que debe acompañar a la función pública.